JOAQUÍN ARANDA HA FALLECIDO. EVOCACIÓN PERSONAL.
Escucho el Requiem de Fauré mientras escribo estas líneas sobre Joaquín Aranda, fallecido ayer. Gran melómano, creo que la inquietante dulzura intimista de este Réquiem le gustó en vida y puede sonar en su homenaje ahora.
Cuando fallece alguien a quien conocimos y con quien tuvimos algo que ver, por poco que fuese, con él, se nos vienen a la cabeza imágenes diversas de su persona y si hablamos o escribimos sobre ella es difícil que no lo hagamos hablando también de nosotros mismos. Hablamos de nuestros recuerdos, del rastro que ha dejado quien falleció en nuestra biografía. Incluso de la inspiración con que su persona nos nutre y puede nutrirnos en el futuro. Se trata de uno de los procesos intelectuales y morales que se producen a más profundidad del ser de cada cual y es casi imposible advertir las vías por donde corren imágenes, sentimientos, ideas…
Conocí a Joaquín Aranda a mis quince o dieciséis años. Me lo presentó Luis Marquina en su Librería Herperia de la Plaza de Los Sitios (entonces aún plaza de José Antonio, por José Antonio Primo de Rivera,” mártir” de la Falange). Sería una de aquellas tardes que me adentraba en las estanterías de Hesperia buscando algo que reluciera ante mis ojos, que siempre lo había. Supe enseguida de su trabajo en Heraldo y pude tener al momento un ejemplar de un libro suyo dedicado a Luis Buñuel, al tiempo que supe de su matrimonio con una Buñuel.
Luis Marquina nos hacía unas presentaciones personales cargadas de ascendentes, descendientes, colaterales, amistades comunes, ámbitos frecuentados, etc.: una ficha personal en las que las noticias se engastaban en el hilo conductor de la cordialidad y la admiración. Todos los amigos de Luis Marquina parecíamos admirables a la hora de esas presentaciones. Joaquín Aranda me miró durante un tiempo de una forma que yo no sabía a qué achacar, si a mi juventud o a mi apariencia o a los libros que elegía.
Él parecía llevar siempre algo de prisa, buscar algo concreto. Sobre todo cuando yo me acercaba a él movido por la curiosidad y por cierto secreto interés en comunicarme con alguien que escribía en Heraldo y parecía pertenecer (su persona entera, me parecía) a ese periódico en el que yo deseaba poner publicar algo… ¿Era eso precisamente por lo que me esquivaba Joaquín Aranda? ¿Era cualquiera sabe por qué aprensión personal o disgusto hacia mi persona? Su actitud, la que yo tomaba por su actitud, pues nunca supe a qué se debían sus huidas de mí, me dolía y sobre todo me impedía un acercamiento que deseaba: hablar con quien está escribiendo a diario en un periódico sobre asuntos culturales me hacía mucha ilusión. Pero quedé con la ilusión sin poder realizarla. Bien puede ser que Joaquín Aranda no reparara en mí como yo en él, no le interesara mi conversación ni mi compañía. Aparte de lo que dijo Luis Marquina, yo no sabía prácticamente nada de él.
Encontraba muy a menudo a Joaquín Aranda por las inmediaciones del Heraldo y siempre nos saludábamos sin pararnos a conversar. Ya era yo mismo quien renunciaba a hacerlo y él me parecía mantener esa actitud huidiza que funcionaba, si no como prohibición sí como aviso. Sólo cuando comencé a colaborar en Heraldo, en los años ochenta – muchos años después de nuestro primero encuentro en Hesperia – pude superar mi retraimiento y conseguí tratar con él, que para entonces ya no huía de mí, (si es que alguna vez lo hiciera), o al menos ya no me lo parecía.
Entonces encontré a un Joaquín Aranda ya mayor y de vuelta de muchas cosas, pero reidor y atento siempre a la actualidad, en la que no parecía cómodo. De entonces sí que guardo recuerdo de algunas conversaciones en el paseo de la Independencia, en las que su desapego del mundo y su actitud de “marginalidad” me parecieron más acusadas. Pero nunca, desgraciadamente, llegué a entender a Joaquín Aranda. ¡Y me hubiese gustado! Mi impresión era que algún malentendido nos separaba inevitablemente. Y también que sus frases podían tener un sentido u otro si se tomaban como frases emitidas desde la cordialidad o si se percibían desde la hostilidad. ¡Su forma de hablar me confundía! Creo que Joaquín Aranda ha sido una de las personas del mundo cultural de Zaragoza que más me han confundido y dejado en ascuas… y también a dos velas…
Cuando se jubiló me lo hizo saber en un encuentro en el que por primera vez su actitud me pareció llanamente cordial, sin fugas ni rodeos. ¡Por fin hablábamos como amigos. Esos últimos años sí que hubo comunicación entre los dos. ¿Hasta qué punto no había sido yo mismo el causante de las dificultades en nuestra comunicación? Nunca lo supe, y ya nunca lo sabré.
Joaquín Aranda me pareció siempre un ser animado por la pasión artística y obligado, seguramente por sí mismo, a la crítica cultural como forma de expresión de sus inquietudes. Y digo crítica cultural porque si bien sus artículos se concretaban en la crítica de tal libro, película, etc., su posición era la de quien advierte las conexiones interiores que vinculan una actividad concreta con el conjunto de una actitud general que podemos llamar cultura. Por eso creo que a veces sus críticas de cine no eran comprendidas por mucha gente: porque sus referencias estaban implícitas o sólo apuntadas y la lectura de tal o cual artículo suyo podía desorientar.
Hay quien lo tomaba por crítico arbitrario y extremadamente subjetivo. Mi impresión es que sus opiniones eran todo lo subjetivas que se quieran pero no arbitrarias. Acaso hubiera podido evidenciar más sus referencias y sus claves de acercamiento al hecho concreto cultural. En el caso de sus críticas de teatro esto era especialmente notable: le gustaba o no una obra, y había tipos de teatro que no eran de su gusto y eso no sé hasta qué punto limitaba sus posibilidades de expresión crítica. Poco a poco, con la edad, Joaquín Aranda no era sólo un crítico de actualidad sino un referente cultural como testigo de toda una etapa de la vida cultural zaragozana y general. Esa veteranía adensaba sus textos y los hacía, curiosamente, más comprensibles para la mayoría. Creo que a partir la cabal adopción de ese “rango” de escritura pudo saberse con bastante certeza desde dónde escribía Joaquín Aranda, cuál era su mundo de referencia a la hora de la crítica cultural.
Como pueden ver, seguí muy de cerca los artículos de Joaquín Aranda en Heraldo. Hubo unos años en los que no había ninguna otra voz de fuste en la crítica cultural local cotidiana. (Luego, afortunadamente, surgieron otras voces en los periódicos diarios con referencias distintas pero con profundidades y sabidurías similares a las suyas). En la prensa zaragozana de los años 40 a los setenta hay una línea que une o vincula, creo, a tres figuras muy distintas pero emparentadas: Moneva, Luis Horno y Joaquín Aranda. Entre los tres hacen la crónica crítica de nuestra larga posguerra provinciana, una crónica (diversa en cada uno, con distintos rasgos y sobre todo con distintos referentes fundamentales) a la que no sé hasta qué punto hay que atender hoy día, cambiadas tantas cosas del día a día cultural y creado un “escenario” muy distinto a aquel en el que ellos se movieron como auténticos personajes de primera fila.
Las complicaciones de hoy no tienen que ver –por motivos obvios – con las del franquismo, y eso hace de una mirada atrás algo semejante al estudio arqueológico (una buena tesis doctoral sobre el asunto sí que estaría más que justificada). José-Carlos Mainer ha historiado clarividentemente toda esa etapa cultural, social y política de la vida española en general y zaragozana en particular, y en sus páginas encontramos una guía segura de interpretación crítica. Pero acaso pudiera, con el tiempo, afrontarse nuevamente la cuestión desde ese ángulo concreto que hace la crítica de libros y espectáculos que asumieron sobre todo Luis Horno y Joaquín Aranda dirigiéndose al mismo público del Heraldo de Aragón.
Hace tiempo que acabó el Réquiem de Fauré en el tocadiscos. Ahora escribo en silencio. La conciencia del dolor, de la enfermedad que poco a poco ha llevado a Joaquín Aranda a la muerte se me impone. Por encima de mis dificultades de trato, era un hombre a quien siempre tuve respeto. A su memoria, ahora, también. Requiescat in Pace.
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