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javierdelgado

CARLOS FORCADELL ME ENVÍA ESTE ARTÍCULO EN CONMEMORACIÓN DEL 30 ANIVERSARIO DEL ASESINATO DE ABOGADOS LABORALISTAS DE LA CALLE ATOCHA (MADRID)

ARTÍCULO DE CARLOS FORCADELL 

Los abogados de Atocha

El pasado  mes de enero se han cumplido 30 años del asesinato de varios abogados laboralistas en su despacho de la madrileña calle de Atocha, un aniversario echado un poco al olvido, quizás porque insistir en su recuerdo contradice esa imagen fuerte y extendida de la transición política como un proceso pacífico, modelo de reconciliación y de cambio político bien planificado y consensuado por una clase política ejemplar.

 Los asesinatos de la calle Atocha, al carecer de autorías islamistas o etarras, parecen, pues, pasar al olvido de la memoria pública, pero no deben de ser desatendidos por los historiadores, en la medida en que la historia es una forma de saber diferente de las maneras de recordar; hasta el remoto Séneca afirmaba que “una  cosa es recordar y otra saber”, en epístola dirigida a un tal Lucilio. 

De modo que conviene saber (para bien recordar) que aquellos crímenes políticos constituyeron el primer acto terrorista que puso en peligro el proceso iniciado con la Ley para la Reforma Política y que condujo a las elecciones de junio del 77. Pero la estrategia de la extrema derecha de debilitar las instituciones e intimidar a los ciudadanos acabó consiguiendo exactamente lo contrario, levantar una oleada de solidaridad con el Partido Comunista de España, el cual, todavía ilegalizado, dio pruebas de su fuerza en una primera manifestación multitudinaria presidida por banderas rojas: el entierro de sus militantes fue vivido por el PCE como símbolo de la reconciliación nacional que habían propugnado desde los años cincuenta.  

Los compañeros de Atocha fueron las víctimas de un intento planificado por ciertos sectores de la extrema  derecha para desestabilizar el proceso de reforma política, frenar las negociaciones gobierno-oposición e impedir la celebración de las elecciones, un asalto a la democracia en toda la regla ya ensayado por tramas negras y militares en la Italia de mediados  de los setenta.  

Uno de los supervivientes de la matanza, Alejandro Ruiz Huerta, escribió un emocionado libro (“La memoria incómoda. Los abogados de Atocha”, 2002), en el que  testimonia  lo  difícil que le resultó poner por escrito sus recuerdos, de modo que tuvieron  que pasar 25 años para que  pudiera comenzar a elaborar y transmitir su testimonio, una vivencia que conduce a otra reflexión más amplia, pues suele suceder que muchas experiencias históricas colectivas, al igual que tantos episodios de biografías personales, pasen por una etapa, mas o menos larga, de olvido, tanto más cuanto más conflictivas hayan sido para sus protagonistas, hasta que, en el mejor de los casos, comiencen a ser reconstruidas. 

 Nuestro superviviente de Atocha pasó por una experiencia que muchos han conocido antes que él: Jorge Semprún, que hubo de esperar hasta 1995 para reflotar la parte reprimida de su memoria de Buchenwald, como Primo Levi  tardó veinte años en publicar “La Tregua”, con su experiencia de los Läger, o el judío vienés Jean Améry, que acabará suicidándose como Levi, esperó  hasta 1966 para dar a luz su tremendo testimonio sobre Auschwitz (“Más allá de la culpa y la expiación”), igual que el Nobel húngaro Kertézs hizo en 1975 con su libro  “Sin Destino”.

Sin ir tan lejos, el altoaragonés Mariano Constante comenzó a escribir y difundir sus experiencias en 1971, a los 25 años de su salida de Mauthausen, animado a ello  por algunos amigos como  Artur London, el comunista checo que estaba recordando por las mismas fechas en “La Confesión” (1968) el proceso estalinista al que había sido sometido. Todos ellos tuvieron, antes pero al igual que Alejandro Ruiz, la obsesión de preguntarse porque ellos vivían y los otros no, porque muchos, u otros, tuvieron que morir para que ellos pudieran sobrevivir, de “no poder quitarse de encima esa mentirosa culpabilidad por no haber muerto”, en palabras del abogado  de Atocha. 

Y algo similar sucede de forma colectiva en las sociedades, que también parecen experimentar fases de olvido terapéutico, como la Alemania de la posguerra, olvidada, como Italia, de su pasado nazi hasta los años ochenta. En Francia lo que se había borrado era  la envergadura real del colaboracionismo con el nazismo y con Vichy; en toda Europa se desplegó una avalancha historiográfica y editorial sobre tantos pasados ocultados, colectivos y personales.Y esto es lo que está compareciendo, 30 años después, en la sociedad española, un proceso histórico y social ineludible, más profundo que las más simples y visibles instrumentalizaciones del pasado que nos proponen  los gestores políticos  de la confrontación  en el  escenario  nacional. 

Carlos Forcadell Alvarez - Presidente de la Asociación  de Historia Contemporánea

 Para información a l@s lector@s más jovenes, copio a continuación un artículo de http://findesemana.libertaddigital.com

CRÍMENES POLÍTICOS

El asesinato de los abogados de Atocha

Por F. P. A.

La capilla ardiente se instaló en el Colegio de Abogados.
Fue el colofón de una semana trágica que comenzó con la muerte, a manos de pistoleros fascistas, del estudiante Arturo Ruiz. Latente la legalización del Partido Comunista de España (PCE), los grupos de extrema derecha que se oponían a lo que adivinaban inevitable entraron en una época de hiperactividad.

Enero de 1977 fue una fecha clave en la transición política a la democracia. Con una policía que no había sido depurada y en la que campaban por sus respetos protagonistas de la represión franquista Adolfo Suárez, como presidente del Gobierno, y Rodolfo Martín Villa, al frente del Ministerio del Interior, se enfrentaron a un rosario de muertes que pusieron en peligro la reforma política.
A las 16.20 del día 24 moría la joven estudiante Mari Luz Nájera, como consecuencia del impacto, en pleno rostro, de un bote de humo lanzado por los antidisturbios durante una manifestación de protesta por la muerte de Arturo Ruiz celebrada esa mañana. Por la noche, a las 22.30, tres individuos armados penetraron en el portal número 55 de la calle Atocha y se ocultaron un poco más arriba de la planta tercera, donde había un despacho de abogados laboralistas de Comisiones Obreras (CCOO). La mayoría de sus miembros pertenecían al PCE.
El día anterior había finalizado una huelga en el ramo del transporte privado de viajeros que había tenido gran repercusión en Madrid y en la que había desempeñado un papel importante Joaquín Navarro Fernández, de CCOO, que aquella noche tenía una reunión con un numeroso grupo de trabajadores en el citado despacho laboralista. Cuando creyeron llegado su momento, a las 22.45, los tres hombres agazapados descendieron y tocaron el timbre. Salió a abrir uno de los jóvenes abogados, Javier Benavides Orgaz.
Comisiones Obreras editó este cartel conmemorativo en 1997.Rápidamente penetraron en el piso dos de los pistoleros: uno empuñaba una Browning 9 mm Parabellum, y el más joven una Star de 9 mm, modelo Super. Empujaron a Benavides hacia el interior, hasta uno de los salones, donde se encontraban otros abogados. "Todos al rincón, las manitas bien arriba", dijo el pistolero de más edad. El abogado Valdevira, que estaba fumando, pidió permiso para apagar el cigarrillo, que atornilló en el cenicero antes de incorporarse al grupo con las manos en alto. Mientras tanto, el otro pistolero recorría las habitaciones; comprobaba que no había más gente en el piso, arrancaba los teléfonos que encontraba y destruía archivos.
Había nueve personas amenazadas, ocho abogados y un auxiliar de despacho, en el salón. Muy juntas. El hombre de la Browning preguntó: "¿Dónde está Navarro?"; "¿Navarro? No sabemos quién es", le respondieron. "Seguro que está aquí", insistió. "Pues búscalo", le contestó con valentía, y cierta exasperación, Francisco Javier Sauquillo, uno de los abogados.
De repente se desencadenó el infierno. Sin que nadie pudiera preverlo empezaron a ladrar las pistolas.
La ceremonia de la matanza fue rápida e implacable. Los tiros sonaban secos, espaciados, uno detrás de otro, pero tantos que al principio se creyó que se estaban utilizando metralletas. El fuego cruzado pilló de espaldas a la mayoría del grupo. El proyectil que mató a Sauquillo le entró, por detrás, en la base del cráneo, mientras estaba de pie; el que acabó con Javier Benavides le entró por la espalda y salió por el pecho. El auxiliar Ángel Rodríguez Leal, que también resultó muerto, recibió un tiro en el centro de la nuca –con salida estrellada, lo que le provocó la rotura de la nariz–. Enrique Valdevira recibió tres impactos: uno en la rodilla derecha, otro en la nariz y un tercero que le entró por detrás y le rompió el corazón. Serafín Holgado recibió dos balazos: uno en el muslo izquierdo y otro en la cabeza, que le entró por la parte posterior. Los asesinos disparaban a algo más de medio metro de distancia. De aquel intenso tiroteo –disparaban serena, fríamente; de forma metódica, como si lo tuvieran ensayado– escaparon gravemente heridos otros cuatro.
Alejandro Ruiz Huerta, uno de los supervivientes de la matanza, tiene la impresión de que todo fue muy rápido. Cuando entraron estaba sentado en un banco, de espaldas a la puerta. Vio en las caras de sus compañeros que algo extraño pasaba. Le obligaron a ponerse de pie. Cayó al suelo por un impacto de bala que le alcanzó el pecho. Sobre su cuerpo se derrumbó Enrique Valdevira. El proyectil que le dio se desvió al chocar con un bolígrafo de acero que llevaba prendido en la camisa, lo que le salvó la vida.
La esposa de Javier Sauquillo, María Dolores González Ruiz, de treinta años, se tumbó en uno de los bancos y se tapó el cuerpo con una trenka cuando empezaron los tiros. No recibió ningún impacto hasta el final. Pudo apreciar la frialdad con que disparaba el hombre de la Browning. Luego un tiro le entró en la boca.
Un hombre contempla el lugar donde fueron asesinados los abogados.El tercero de los supervivientes, Miguer Sarabia Gil, vio a Valdevira apagar el cigarrillo en los últimos momentos de su vida. Al desatarse la lluvia de disparos trató de huir por una puerta que tenía tras de sí y que daba a un pasillo. Giró sobre sí mismo para escapar, pero recibió un impacto en el vientre. Se dobló, y permaneció agachado con las manos apretadas para contener la hemorragia.
El cuarto, Luis Ramos Pardo, sintió un balazo en un brazo y se dejó caer como muerto al suelo. Eso le salvó la vida. Al darse cuenta de que se habían ido trató de levantarse, pero entonces se dio cuenta de que no podía porque también estaba herido en las piernas. Vio a Sarabia telefonear: hablaba con su mujer para darle cuenta del horror de lo que había pasado. Acto seguido, éste se dirigió a la ventana a pedir auxilio.
Los vecinos avisaron a la policía. En pocos minutos la calle se llenó de coches con luces de destello y ambulancias. Los primeros que entraron en el despacho se encontraron una escena espantosa: sangre por todas partes y cuerpos destrozados. Tres de las víctimas habían muerto en el acto; otras dos fallecieron poco después. Los heridos fueron transportados a centros médicos.
La noticia de la matanza de Atocha cayó como un mazazo.
 Era un periodo de sangre en la transición política, pero a pesar del goteo de muertes nadie estaba preparado para la enormidad de esta acción, que conmocionó a la clase política y a todo el país. Era un salvaje y brutal atentado. Numerosos dirigentes y miembros significados del sindicato CCOO y del PCE dejaban sus casas, ante la posibilidad de que se tratara de una cadena de acciones violentas.
La tensión subió al límite. Nadie estaba seguro de qué podía pasar en las horas siguientes. No obstante, los cuadros del PCE lograron reaccionar con serenidad e impedir que se multiplicase la violencia. Eso le habría hecho el juego a los terroristas. Las horas siguientes fueron claves para la reforma política. Las negociaciones con el Gobierno acordaron un entierro multitudinario pero sereno en el que no tuvieran lugar nuevos incidentes. Fue una lección de grandes hombres  que se hicieron en pocas horas con una situación explosiva.
Francisco Albaladejo.Paralelamente se puso en marcha una operación policial, encomendada a los agentes más profesionales y alejados de connivencia con grupos ultraderechistas. Al frente estaba Francisco de Asís Pastor, que tiempo después sería jefe superior de la policía de Madrid. Pastor relacionó desde el principio la muerte de los abogados laboralistas con la huelga de transporte.
Los criminales buscaban a Joaquín Navarro, que era el "enemigo número uno" del decadente sindicato vertical. Por eso los agentes empezaron sus investigaciones en torno a éste. Pasaron dos meses de continuas vigilancias y esperas. Contaban con una pista significativa: "Uno de los asesinos tenía los ojos azules, como Paul Newman". Fue algo en lo que coincidieron los supervivientes.
Los policías buscaban en el bar Denver, en la esquina de San Bernardino –cerca de la sede del sindicato, que estaba en Cristino Martos, 4–, y en otros locales de la zona a un asesino con los ojos de Paul Newman. Hasta que lo encontraron. Un día apareció José Fernández Cerrá –31 años, vendedor, separado– con un maletín; al abrirlo dejó ver un ejemplar de la revista "ultra" Fuerza Nueva. Los agentes se fijaron en sus ojos, que eran como los de Newman.
No le detuvieron enseguida, sino que le siguieron hasta localizar a sus compinches, Carlos García Juliá y Fernando Lerdo de Tejada; a su novia, Gloria Herguedas; al que les proporcionó las armas, Leocadio Jiménez Caravaca, y al presunto instigador, Francisco Albaladejo Corredera, secretario del Sindicato Provincial de Transportes.
Pero siempre ha pesado la sospecha de que la trama de criminales no se detenía en ese eslabón. Leocadio y Gloria Herguedas fueron condenados sólo por tenencia ilícita de armas. Fernández Cerrá y Carlos García Juliá, asesinos materiales, fueron condenados a 139 años de cárcel cada uno, y Albaladejo a 73 años. Fernando Lerdo escapó durante un polémico permiso judicial.
 

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