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javierdelgado

DEPRESIÓN: LA BOINA Y EL “PAYASO”. RECUERDO INFANTIL

DEPRESIÓN: LA BOINA Y EL “PAYASO”. RECUERDO INFANTIL

 

De nuevo estoy en la montaña rusa emocional: subidones instantáneos y caídas en picado, muchas veces a lo largo del día. En cuanto creo percibir una mejoría en el ánimo me pongo a alguna tarea pero pronto un apagón general me hace sentir inútil totalmente y sin remedio, incluso ridículo por haberme creído capaz, etc.

 

 ¿Dónde se hunden las raices de este tipo de sufrimientos? ¿Merece la pena escarbar en la intimidad personal hasta dar con las pruebas fehacientes de las heridas sufridas en el pasado, en la niñez? ¿Sirve hacerlo para curarse?

 

Un recuerdo infantil:

 

De niño, siempre enfermizo, acudía en invierno arropado con varias capas de ropa: quitaba y ponía cada dos por tres (como aún sigo haciendo). Una de esas capas era la bufanda y otra la boina. Algún hermano mayor mío llevaba pasamontañas (prenda entonces, primeros sesenta, todavía común entre los chicos), pero mi cara no las soportaba (tampoco mis piernas soportaban el roce – que hacía sangrar la mpiel de mis muslos - de aquellos tejidos rasposos de los pantalones: mi madre me los forraba con seda). Las bufandas estaban perfectamente difundidas pero las boinas no.

 

Seguramente yo era el único que llevaba boina de niño al colegio durante los meses fríos. (En mi familia, de origen navarro, la boina “chapela” era una prenda común y corriente, sin mayor connotación de ningún tipo). Sí podían verse por la calle grupos de chicos de la OJE (organización fascista juvenil) con sus pequeñas  boinas chulescas inclinadas totalmente sobre la oreja derecha, pero eso no eran propiamente boinas ni para mí ni para nadie: representaban ese espíritu militaroide mitad legionario mitad falangista que se fomentaba en aquella organización. Mis boinas eran amplias y me las ponía haciendo visera frontal, solamente un poco inclinadas hacia la derecha, “a la navarra”.

 

Nunca he olvidado aquella mañana de serrín en los “tránsitos” (pasillos) del colegio, alumbrados por mezquinas bombillas desde techos muy altos donde siempre podían advertirse negras telarañas que sólo corrientes muy fuertes de aire hacían oscilar, como mínimas velas, y quedarse convertidas en guiñapos, colgajos menudos. Llovía en la calle, hacía frío. Yo entraba en el colegio con mi boina puesta, como siempre: hasta que no había techo sobre nuestras cabezas - me habían enseñado en casa – no había obligación de descubrirse (no hacerlo constituía una verdadera falta de educación: aquellos hombres que jugaban al dominó en los bares con la boina puesta no eran educados…). Por alguna razón, el cura que estaba al cargo de mi clase (“preparatoria superior”, la inmediatamente anterior al “Ingreso”, es decir, en mi caso, a los ocho años) se había colocado cerca del segundo portón del edificio, adelantado respecto a la gran sala de entrada (el “hall”: “jol”, decíamos) en cuyo centro geométrico reinaba sobre su pedestal marmóreo el Niño Jesús, cuyo pie tocábamos para después santiguarnos al entrar y al salir del colegio.

 

Entre aquel segundo portón y el Niño Jesús, como solía, me quité la boina, empapada por la lluvia. Diría que de nuestras ropas salía vapor. Era muy temprano (yo acudía con mis hermanos mayores, que entraban algunas horas antes que los de mi edad; entraba en mi clase y me dormía con la cabeza sobre los brazos, sobre la tapa del pupitre hasta que comenzaban a llegar el resto de los compañeros). En el momento en el que, pasando la boina a la mano izquierda, iba a tocar el pie del Niño Jesús, recibí un golpe seco en la nuca, un golpe que me aturdió: ví todo amarillo como lo veía cuando me iba a desmayar. Entonces oí su voz, la voz enojada de aquel cura llamándome “¡Payaso!”

 

En mi recuerdo, yo no me vuelvo, ni siquiera giro realmente la cabeza, sólo miro de reojo por si viene otro golpe. Aquél “¡Payaso!” aún me resuena en el cerebro junto con el recuerdo de un intenso dolor, no sólo físico. Me duele mucho el golpe en el occipucio, pero me duele también otra cosa indefinible dentro del pecho, y me duele con un dolor muy especial, el que siempre he sentido por el daño infligido sin justicia ni razón, generalmente por un adulto a un niño.

Aquella mañana desperté de golpe, dolorosamente, del estado de somnolencia en la que llegaba al colegio, un estado en el que prefería mantenerme tanto por no salir del mundo de los sueños nocturnos y domésticos como por no ser totalmente consciente de que estaba yendo hacia un colegio en el que todo me hacía daño y me angustiaba. Desperté también con aquel grito. Me sentí desnudo, despojado, humillado, expuesto al peligro: una especie de “Eccehomo” infantil.

 

“¡Payaso!” Gritado así, se trataba de un insulto despreciativo, muy despreciativo. Acompañado del golpe (traicionero, por demás), resultaba un castigo. ¿Un castigo por qué? ¿Por llevar boina? ¿Por tardar dos o tres segundos en descubrirme al entrar en el colegio? Nunca lo sabré con certeza. En esos instantes el golpe y el “insulto” tenían que ver, en mi cabeza, con el hecho de llevar mi boina. Y nadie en el mundo me hubiera podido convencer de que por llevarla mereciera ningún castigo. ¿Entonces? ¿Por qué?

 

Mi asociación de ideas (castigo-boina) no debía ir muy desencaminada: aquel cura se empeñaría, no mucho después, en colocarme la boina como a él le parecía que había que hacerlo. ¡Que era exactamente como yo la llevaba siempre! Navarro también él (para qué decir su nombre, ni eso merece), algo le faltó o le faltó en el cerebro para que mi boina infantil le llevase a tratarme así. ¡O qué sé yo qué problemas tuviera ese hombre!

 

El caso es que cuando me da el bajón de ánimo, cuando no consigo verme a mi mismo capaz de nada me acuerdo de aquel golpe y de aquel “¡Payaso!” y al dolor de mi niñez se añade un nuevo actual dolor. Me veo como alguien expuesto a la burla universal. Por alguna razón esa boina infantil sigue en mi mano izquierda, recién quitada de la cabeza, que recibe un gran golpe que me despierta a la desesperación.

 

Desde aquella mañana hubo dentro de mí (¿o ya estaban y se avivaron con aquel golpe?) dos sentimientos luchando a degüello: de un lado el sentimiento de mi dignidad, de mi identidad propia, de mi derecho “natural” a llevar boina, etc; de otro lado, el sentimiento de indignidad, de no ser (¿por qué?) digno de llevar boina ni de ser como era, etc. La visión negativa de mi mismo con la que me había golpeado aquel cura, un golpe mucho más doloroso todavía que el fuerte golpe en el occipucio, envenenaba la fuente misma de mi identidad. Sé que no pude superar, esa madrugada, la mirada despreciativa y enojada del cura, que hizo mella en mí. ¡Así pues, yo no era lo que parecía!

 

Desde entonces, cuando caigo en el pozo de la depresión, siento una y otra vez aquel golpe moral en mis entrañas: siento el pavoroso abismo de la indignidad, del no ser quien creía ser, el despertar de un sueño, la duda sobre cuál es la realidad sobre mí mismo, cúal es mi verdadera identidad. ¿Soy un payaso para mí mismo? Mientras estuve andando (como quien anda sobre las aguas), ¿era sólo un pobre payaso soñando que era digno incluso de llevar boina? Así me sentí aquella mañana en el colegio, a mis ocho años. No sé si antes de aquella escena había sentido algo parecido, posiblemente sí. Lo que sé con certeza es que desde entonces me aterra recibir ese golpe y escuchar ese grito dentro de mí. Y que a menudo tengo que decirme a mi mismo que, sea como sea, merece la pena existir tal como soy, tal como intento ser, tal como sueño que consigo ser cuando aún nada me hace saber que todos mis esfuerzos serán vanos, que no tengo nada que hacer.

 

Ahora mismo, que lloro desesperadamente, no soporto la herida profunda que me dejó aquella escena infantil.

 

¿Y de qué me sirve haberla contado aquí?

 

1 comentario

mªjose -

sirve para que todos lloremos contigo,y que te abrazemos con todo nuestro amor.(quiza te sirva pensar que ya es pasado )ahora tenia que venir el cura a decirte lo que quisiera que tu sabrias responderle .un enorme abrazo.