RENUNCIA . UN CUENTO ADOLESCENTE
RENUNCIA
Estaba obsesionado con aquella chica. Llevaba ya dos años pensando sólo en ella, más concretamente, en cómo llegar a su boca con la suya, darle un beso y, sobre todo, que se lo diera ella, sentir que se lo daba, entregarse a su beso como una pieza de caza se dejara dar muerte por un buen cazador. Ella, su cazadora. Su amada cazadora, esa chica flacucha y nariguda, de cabellera negra y negrísimos ojos, piel brillante y labios dibujados exactamente para provocar pasión. La suya, que iba en aumento conforme la distancia entre sus labios y los suyos se mantenía y él iba creciendo y también ella. Sus pechos pujantes, por ejemplo, sus muslos sedosos. Lo sabía por algunos roces provocados adrede: bajo la tela crecían los placeres aún vedados. Había placeres de aquella chica que aún no acababa de hacerse idea de cómo eran. Ni quería. Esperaba el momento de la revelación.
Esperaba desde hace dos años, día tras día, sobre todo en verano. En la piscina, su cuerpo deportivo se silueteaba maravillosamente al saltar al agua. Después, entre trazos sutiles, avanzaba nadando como una pequeña diosa disfrazada con el bañador. Saldría, y las gotitas brillarían por todo su cuerpo, incluso en las pestañas y en sus labios temblorosos y también en los pies, tan cerca de la hierba y de las hormigas y acaso de algún pincho. Sufría viendo esos leves pies arriesgarse sin necesidad. Él la llevaría en brazos hasta el fin del mundo.
La llevaba con él, junto a él, sin atreverse a tomarla de la mano, hasta las escaleritas de hormigón de la puerta de hierro. La hiedra y las robinias daban sombra y olor a humedades lejanas, y ella tiritaba. Todo el rato tiritaba mientras reía o sonreía mientras le escuchaba. Las gotitas brillaban y un halo luminoso enmarcaba su rostro a contraluz. Sus ojos negrísimos señalaban el centro del mundo mientras él le hablaba de todas las cosas que se le ocurrían para retenerla sentada junto a sí. Cuando las gotitas desaparecían de sus tersos hombros ya sabía que el tiempo se estaba acabando. Pronto solamente quedarían gotas en esos pelillos suaves de su nuca y él querría creer que serían gotas de sudor: ella estaba sudando, como él, del placer de estar cerca y de hablarse bajito y de algún que otro roce de sus piernas o brazos, para cuándo las mejillas, las mejillas cuándo, y él sudaba del placer y del dolor que aquella cercanía le hacía sentir. Los veranos, ya eran dos veranos, los veranos sobre todo, eran tiempos de sufrir y gozar más que nunca.
Una tarde la chica llegó a su casa para jugar con la hermana, y él, al escuchar su voz avanzar por el pasillo, se encogió en el sofá que compartía con su madre y recitó aquello de Quevedo: “¡Déjame en paz, amor tirano, déjame en paz!” Su madre reaccionó con enfado: ¡a qué venían esas palabras!¡Qué tontería! No comprendió el enfado de su madre, ni su forma de reaccionar ante su amor por la chica, del que no habían hablado nunca pero del que podía tener noticias indirectas. Aquel enfado ante la expresión de unos sentimientos profundos le pareció una agresión violenta, injusta y detestable, algo impropio de su madre, a la que vio desde entonces con otros ojos. Pensó, incluso, que había celos, celos de madre pero celos de mujer madre, en su rechazo de un sentimiento amoroso suyo hacia otra persona. En cualquier caso, le pareció innoble y carente de sensibilidad y respeto. Y también carente de humor, acaso lo más importante. Al parecer, la expresión de un afecto personal extrafamiliar era castigada con la segregación. ¿Se le castigaba por su edad o por algo más profundo y general? En cualquier caso, se sintió rechazado por su madre y visto por ella como alguien que siente algo reprochable.
Le nació así la conciencia de individualidad en todo lo concerniente a la vida amorosa. No, una madre no era la persona más indicada para acompañar a un hijo en un proceso de enamoramiento. Saberlo a los trece años le dolió pero también le dio unas nuevas fuerzas vitales propias que antes acaso esperaba recibir de su madre. Era como si hubiera vuelto a nacer, esta vez ya para mantenerse separado de ella, autónomo e independiente. Estaba más solo en la vida, pero era más él mismo.
Pasaron esos dos años de vueltas alrededor de la chica. Cualquier ocasión era buena para acercar su nariz al nacimiento de su nuca o al cuello y aspirar los perfumes del paraíso. Cualquier movimiento suyo podía entregarle un regalo de piel. Y si ella le miraba, ¿no vería en sus ojos todo lo que la quería? Pero ella le miraba como devolviendo su apasionada mirada con un interrogante. Sus ojos parecían asustarse al preguntar en silencio: ¿Por qué me miras así?
Alguna vez creyó haberse hecho entender. ¡Ella sabía de su amor y lo aceptaba! Ni siquiera esperaba, por más que lo desease, la reciprocidad. Tan sólo imaginaba que la chica sabía de su amor y permitía, contenta, que le quisiera. Alguna vez creyó haber conseguido su permiso y su bendición. Pero no había nada que lo confirmase. Volvían los días de angustia y desorientación. En momentos de desánimo total buscaba en las revistas la foto de alguna chica y se abalanzaba sobre una cara desconocida para besarla con una pasión fingida, expresión irrefrenable de su verdadera pasión. Si veía besarse a una pareja bajo su ventana, sentía en sus labios los labios de la chica, el calor de su cercana respiración, el susurro de sus palabras de amor. A los quince años vivía constante agonía. Ella crecía en todo menos en el amor. Respecto a eso, incluso parecía más y más ignorante y alejada.
Cumplió ella trece años. Le envió un ramo de claveles, de trece claveles rojos con una tarjeta en la que sólo acertó a escribir un ¡Felicidades! Seguido de su firma. Ella le llamó por teléfono para agradecérselo. Parecía que aquellos trece claveles le habían dado un aviso de su amor. Pero si hubo aviso no hubo manera de confirmarlo. Todo siguió igual entre ellos. Una tarde, sentado junto a ella mientras estudiaban, estuvo a punto de lanzarse contra su cuerpo, abrazarla y besarla. Pero sintió la violencia de su deseo, más que la ternura, y temió asustarla. Se sumió en la tristeza. Después en la desesperación. Después de la reacción de su madre no se atrevió a comentar con nadie sus vivencias más íntimas y el pozo de angustia se llenaba nada más abrir los ojos cada mañana, cada día más lleno de aquel agua helada y negra que amenazaba con anegar su corazón.
Tomó una resolución.
En la misa del domingo rezó intensamente a su Dios, pidiéndole ayuda. Era ya su único confidente, el único ser con acceso a su interior. Comenzó rezando para que Dios le diera paciencia e ideas. Conseguir a su chica con ayuda de Dios. Pero en la comunión tuvo la certeza de que Dios le decía que no era posible, que aquella chica era aún muy niña para entender su amor y que además debía dejarla vivir tranquila, lejos de su pasión. Si la quería de verdad, esa era su verdadera obligación: alejarse de ella, renunciar, dejarla.
Lloró muy amargamente mientras pensaba esas cosas que le partían el corazón. Y de su corazón herido surgió una plegaria en la que fundió amor, orgullo y obediencia. Le dijo a su Dios que vale, que se alejaría, que abandonaría su intento de amor. Pero a cambio El mismo, Dios, se haría cargo de ella. “Te la doy”, le dijo. Era suya y se la podía dar. En su interior no admitía que nadie más abajo del mismísimo Dios pudiera tener algo que ver con ella. Si no era para él, sólo sería para Dios.
Salió agotado de misa. Agotado y contento. Había hecho lo que tenía que hacer. Desde aquel día no hubo en él ni un solo instante de arrepentimiento por aquella renuncia. Siguió sintiendo en su interior un amor muy profundo hacia su amada, pero era un amor tranquilo y pasivo, la sombra blanca de su antiguo amor.
1 comentario
mOpanii -
pss esee cuantho sta padree ii thodo peero t falto maz paziiOn qOmO see tu lO huubiieras viiiviidO auun maz paziiOn ii adentrate en cuenthoo kmo see fueraz el!
te pOngO 8