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javierdelgado

RELATOS

FIESTAS POPULARES, PILAR 1978: UNA FOTO QUE ME GUARDABA MI AMIGA FANY

FIESTAS POPULARES, PILAR 1978: UNA FOTO QUE ME GUARDABA MI AMIGA FANY

Para las fiestas del Pilar de 1978 la Asamblea de Cultura de Zaragoza, en colaboración con la Federación de Asociaciones de Vecinos, de la Unión de Agricultores y Ganaderos de Aragón (UAGA) y de muchas otras organizaciones culturales, juveniles, etc., organizó una serie de actos festivos-reivindicativos que marcaron un hito en la historia de las fiestas del Pilar y en la historia de la lucha ciudadana por la democracia y el cachondeo.

En esta foto que guardaba mi amiga Fany Lana estamos sentados a una mesa de Casa Emilio, de izda a derecha: Fany, Javier Delgado (sí, con cigarrillo), un joven de la UJCE (también con cigarrillo, pero sin ponerse de acuerdo conmigo), Ricardo Berdié (sí, con todo el pelo), Ana (joven del MCA: rezagada con la cucharilla del postre) y Víctor Viñuales (sí, con barba). Celebramos que aún seguimos vivos después de tanta marcha y que las siguientes fiestas del Pilar serán ya en democracia.

Gracias, Fany

AL FINAL DE LA TARDE, LA CIVILIZACIÓN

AL FINAL DE LA TARDE, LA CIVILIZACIÓN

DE VIAJE POR PAÍSES MÁS CIVILIZADOS, APROVECHO LAS SEÑALES QUE ME CONVIENEN

DE VIAJE POR PAÍSES MÁS CIVILIZADOS, APROVECHO LAS SEÑALES QUE ME CONVIENEN

(PEN)ÚLTIMO ADIÓS A VICENTE PASCUAL RODRIGO

(PEN)ÚLTIMO ADIÓS A VICENTE PASCUAL RODRIGO

Así de florida quedó la tumba de Vicente ayer por la tarde

 

Ayer por la tarde, a las 18,45 h. acababa el acto de dar sepultura a Vicente Pascual Rodrigo en el cementerio de Jarque, un paraje bellísimo y recoleto que a Vicente le gustó y donde quiso ser enterrado en tierra. Cuando me contó sus previsiones al respecto hicimos bromas sobre lo bien que invertía en terrenos... Él insistíó muchas veces en lo que me gustaría el lugar. ¡Ya verás! ¡Ya verás!

Nos reunimos en Jarque una treintena de amigos y familiares, unidos por su (pen)última convocatoria. Su hermano Ángel, su hermana Lucía y su mujer Ana nos dieron las gracias con emoción y sinceridad mientras el sol se iba poniendo al otro lado de los montes del Oeste. Luis Marquina hijo me señaló el punto exacto por donde sale el sol, junto a un alto pico en el Este y me indicó cómo los primeros rayos iluminan precisamente esa loma del cementerio municipal. Eso (junto al propio nombre del pueblo, Jarque (al parecer quiere decir "Oriente") fue  más potente razón para decidir aquel lugar de retiro y reposo.

No sólo el cementerio (digno realmente de un Bécquer) sino el pueblo de Jarque y todo el pareje que forma en ese recodo del valle del Aranda, me encantaron. Ni siquiera el dolor pudo contra esa fuerza maravillosa que tiene la belleza de la naturaleza cuando se muestra en su plenitud. A Vicente, pues, le debo ya una cosa más, el regalo de un viaje a Jarque, a donde pienso volver muchas veces más.

Junto con  Luis Marquina padre fui donde la tumba de su padres. A Don Santiago lo conocí en la librería "Hesperia" cuando yo era un joven de quince años y siempre me impresionó su elegancia espiritual y su inteligencia. Seguí tratándolo conforme pasaban los años y siempre tivo conmigo muestras de confianza y afecto que siempre le agradeceré. Por eso ayer me emocionó ver su tumba de la mano de su hijo Luis, un "hermano mayor" mío a quien debo muchísimo más de lo que podría expresar con palabras. Sé que él lo sabe y eso me importa. Ayer comentábacon él como siendo hijo único había formado una verdadera tribu a su alrededor, guiada con la sonrisa de su maravillosa mujer, Nati, a la que también me unen lazos afectivos muy especiales.

Entre l@s amig@s de Vicente allí presentes hacíamos un corro unido por un fuerte vínculo emocional. Tuve la tentación de proponer que nos cogiéramos todos de las manos y cantásemos una de esas canciones de final de tarde que aprendimos cuando niñ@s. En realidad, no hizo falta tal cosa: estábamos, en nuestro silencio, cantando muchísimo mejor de lo que hubiéramos podido hacerlo a viva voz.

Volví, como había ido, en el coche del pintor  Enrique Larroy con su mujer, Paca, gracias a cuya delicadeza y amabilidad y buen humor resultó ser un viaje diría que maravilloso, en una tarde bellísima de colores diáfanos. La tarde que se merecía Vicente Pascual.

AGOBIO VERANIEGO: EL PITIDO Y EL CALOR

Hoy el agobio del calor ha conseguido tumbarme.

Apenas he podido escribir cuatro líneas y leer otras cuatro.

El resto ha sido un gran decaimiento.

Dicen las previsiones que vienen varios días seguidos de calor.

Hace muchos años que por estas fechas no estaba en Zaragoza.

Mozart, Brahms.

Y ese pitido constante, agudísimo, a ratos enloquecedor.

Ya no tengo silencio.

Recuerdo cómo era.

Lo echo en falta, lo echo mucho en falta.

Ahora, incluso para defenderme del asedio del pitido, he de tener algun sonido externo que me libre de la obsesión.

Incluso el ruido del tráfico me resulta tranquilizador.

Escucho a Mozart y a Brahms al otro lado de un pitido perpetuo que no puedo hacer callar.

Escucho a las personas, a los animales, a los personajes de las películas y a los presentadores de los telediarios a través

de la cortína luminosa del pitido.

En mi imaginación, el pitido son dos agujas de hacer media hincadas en mis oídos hasta bien adentro, brillantes, que unen

sus agudísimas puntas en el centro de mi cerebro.

Su brillo acerado forma esa cortina luminosa que se interpone entre mi cerebro y el sonido del exterior.

Estoy hasta las narices del pitido.

Y del calor.

LA MÚSICA DE LISZT, MI ABUELO MANUEL, LA INFANCIA, LOS RECUERDOS...

LA MÚSICA DE LISZT, MI ABUELO MANUEL, LA INFANCIA…

 

Acababa de comenzar el CD con el Concierto para piano y orquesta nº 1 en Mi bemol mayor de Franz Liszt: los metales, los primeros acordes poderosos del piano en el Allegro maestoso, el inmediato devenir de los fraseos del oboe y del piano, las cuerdas, ascensos y descensos, tutti de nuevo, notas como aldabonazos… y de nuevo la voz del piano sobre un fondo de cuerdas y maderas...lirismo, ensoñación…

 

Y entonces, a mi lado, en su sillón, a la derecha del mío, mi abuelo Manuel, fumando, leyendo, escuchando ese disco en su despacho, a puerta cerrada, él y yo solos inmersos en la música, unidos y ajenos, cercanos y alejados, una vez más los dos a la luz de su lámpara de pie, mi abuelo en su sillón, atento al libro que descansa en un gran atril, yo esforzándome por permanecer quieto en mi butaca, sin rascarme, sin toser, sin que se note mi respiración, entusiasmado y asustado al mismo tiempo mientras dura el concierto, la primera cara del disco. (Entre cara y cara, si mi abuelo consiente, podré ir al baño y volver, y él pondrá la segunda cara; si no, escogeré quedarme y aguantar o salir sabiendo que a la vuelta encontraré cerrada la puerta de su despacho, la música dentro, y habré de escucharla sentado en las baldosas del pasillo hasta que se pare el tocadiscos y pueda llamar y él me diga que pase y, si hay suerte, haya otro disco para escuchar sentado en mi sillón, muy quieto).

 

A mis once o doce años no podía parar quieto ni un minuto (mi otro abuelo, Fausto, el padre de mi padre, me daba una perra chica por cada minuto que aguantara sin hacer una mueca o dar un manotazo, un brinco, porque, literalmente, no podía parar quieto) salvo cuando mi abuelo Manuel me invitaba a escuchar música con él o, mejor dicho, me dejaba estar con él, no rechazaba esa posibilidad, permitía mi presencia en su despacho. En casa podía poner los discos antiguos en la gramola: pesados objetos que giraban a setenta y cinco revoluciones por minuto, acababan enseguida: escuchar un concierto llevaba mucho ajetreo de poner y quitar discos, nada comparable a la tranquila audición de los discos a treinta y tres revoluciones por minuto ¡en los que un concierto podía ocupar solamente una cara! (Aún no tenía permiso para usar el tocadiscos familiar y dependía para eso de mis hermanos mayores. Cada cosa tenía su momento, su iniciación, sus compromisos).

 

No sé por qué fue ayer el piano de Liszt el que evocó aquellas horas junto a  mi abuelo Manuel, el padre de mi madre, padre de nueve hijos él, abuelo ya de más de treinta nietos, jubilado entonces, entregado a sus lecturas, sus conciertos, sus muchísimos cigarrillos y puros cotidianos. Porque no me parece que fuese Liszt su músico más admirado (acaso sí de Antonia, su mujer, mi muy querida - ¡qué nieto no la quiso! - abuela, romántica  y vitalista, cariñosa y dulcificadora, también melómana: por esos años me regalaría una pequeña acuarela pintada por ella misma, en el que un pianista desmelenado toca un gran piano de cola negro como su esmoquin, a la blanquísima luz de un rayo de luna que ilumina fantasmagóricamente la estancia…).  En cualquier caso, fueron los primeros minutos de ese concierto los que me trajeron con una fuerza inesperada el recuerdo del olor del tabaco y la tensión con la que disfrutaba esas audiciones en el despacho de mi abuelo Manuel.

 

A veces él dejaba reposar su cabeza contra el respaldo del sillón, cerraba los ojos y fumaba sin abrir los párpados, exhalando el humo despacio, denso entre sus labios. Yo lo veía por el rabillo del ojo y percibía lo inefable, aquella misteriosa fuerza de la música en mi abuelo y en mí, deseaba llorar, mirar y ser mirado, abrazarme, ser abrazado, dar saltos al ritmo, vivir y expresar sin restricciones de ningún tipo la emoción del momento, compartir de una forma más visible y patente aquella experiencia. Pero aprendí (puede que se tratase, precisamente, de eso) a disfrutar de la música sin mover un dedo (y por supuesto, sin tararear): escucharla muy dentro, muy dentro de mí, destilada en sonido abstracto, sin imaginería y sin  movimiento.

 

Puede que se tratase precisamente de eso, porque por entonces mi abuelo Manuel me invitó algunas tardes a acompañarle a los conciertos de la Filarmónica. Mi abuela Antonia no podría ir con él, o iría yo con los dos, no estoy seguro. (Un verano, a mis once años, me llevarían con ellos a Zarauz, a ver por primera vez en mi vida el mar, el mar, las olas, las espumas de la marea de los mediodías contra el malecón, las nubes grises, el verde intenso de los montes cercanos…Imagino que tuvieron algo que ver en esa invitación mis recientes muchos meses en cama por una de aquellas enfermedades infantiles por las que me obligaban a pasar entre sábanas tantos meses, cada poco durante tantos años, al cuidado de mi tío Tomás, seguramente buen médico pero muy cenizo, siempre temiendo lo peor, pero ésa es otra historia). Sentado en la butaca del Teatro Principal “sabría estar” y no molestaría: ni mover la punta del pie, ni tamborilear con los dedos, ni cabecear, ni carraspear, ni respirar ruidosamente, todas esas cosas, y más, que pude ver que hacían señores y señoras a nuestro alrededor ¡incluso abanicarse!, a quienes mi abuelo lanzaba de tanto en tanto miradas cargadas de reproche antes de cerrar sus ojos definitivamente, abrumado, para no tener que seguir viendo esas desagradables muestras de mala educación (en la Alhambra de Granada, dirigiendo el admiradísimo, venerado Manuel de Falla un concierto, el maestro había parado el concierto, se había vuelto furioso al público y había lanzado un tremendo ¡chisssssst! hacia una pareja de señoras que hablaban ssin parar como si tal cosa).

 

Ayer, escuchando ese concierto de Liszt (en un cedé en el que caben tres conciertos enteros, en un aparato en el que puede haber hasta cinco cedés esperando su truno), la figura de mi abuelo Manuel se me hizo presente con la fuerza con la que sólo los afectos intensísimos pueden devolvernos los recuerdos. La música y mi abuelo, el silencio y mi abuelo, la quietud (tensa quietud) y mi abuelo, el secreto insondable de los adultos y mi abuelo.

 

¡Y cómo desée vivir unos instantes, de nuevo, uno de aquellos ratos en el despacho de mi abuelo Manuel, respirar su tabaco, percibir su presencia, participar (inmenso regalo) de la música, la música y su misterio! ¡Cómo le eché en falta! Cerré los ojos. Permanecí no sé cuanto tiempo escuchando en silencio, inmóvil, tenso. Mientras apretaba los párpados sentí cómo entraban los sonidos muy dentro de mí, cómo entraba una vez más la temblorosa lengua de la música en mi cuerpo, sable luminoso, dedo identificador, y cómo se abría paso rápidamente hasta un recinto secreto de mí mismo, laberinto inmenso cuya puerta invisible Liszt ha conseguido abrir, abrir, abrir de nuevo, una vez más, por favor, que siempre haya una vez más, aún sigue abierto, aún me duelen la música y mi abuelo Manuel unidos en la exacta clave de bóveda del pecho, aún me duelen música y recuerdos, me duelen y me hacen feliz.

 

 

HOPE: LA ESPERANZA DE UN DEPRIMIDO

HOPE: LA ESPERANZA DE UN DEPRIMIDO

Una buena amiga me envía esta imágen en la que puede leerse la palabra "hope" (esperanza) como un globo que puede elevar a la pequeña figurita que lo sujeta.

Yo también necesito ese globo lleno de hope, aquel gas con el que inflaban los globos en la Feria de Muestras cuando éramos niños.

El tiempo anda revuelto. Mis nervios también.

Intentaré hacerme con un globo de hope, me ataré a la muñeca el hilo con que lo sujete y haré lo posible para que ninguna horquilla o  brasa de cigarro  me lo revienten.

ADIOSES, 7: SERÍA CHICA

Sería chica

 

Sería chica. Piernas suaves, pechos oscilantes y una entrepierna misteriosa y discreta. Con el pelo a lo chico quedaría coqueta. Con su larga melena resultaría irresistible. Viviría entre chicas. Tendría muchos amores. El sexo sería una prolongación natural de los sueños soñados y de los sueños por soñar. Ínventaría un pasado feliz. Desaparecerían todos sus problemas.

ADIOSES, 6: DESDE LA COLINA, UN DÍA.

Desde la colina, un día.

 

Saldrá de casa sin despedirse de nadie. Avanzará por el lomo de la colina barrida por el viento, tropezará, cojeará, deseará no haber ido hacia el punto al que siempre ha querido ir a esas horas, desde que nada más llegar de la ciudad subieron a esa cima y echaron la vista a lo lejos procurando que la finísima arena suspendida en el viento no les entrara en los ojos. Irá. Pero esta vez irá solo y abrirá bien sus ojos y dejará que los granos de arena los hieran hasta hacerlos llorar y sangrar. Que salten las venas de los globos oculares, se rayen las córneas, se cierren las pupilas, se inflamen los párpados hasta desgarrarse. Frente al viento, invocará la furia antiquísima de la arena, someterá sus ojos al suplicio de su violento poder, ofrecerá esos dos pequeños preciadísimos óbolos a la deidad de la erosión en el inmenso altar del aire. Erguido sobre la colina de sus sueños, apoyado en sí mismo, en su voluntad, memorizará la paulatina pérdida de la última visión: las líneas ondulantes del terreno, los brillos de los yesos, los borrones de los verdes polvorientos, las formas de las sombras, hasta que ya no haya más que tenues luces entre luces, borbotones de luces bailando en sus heridas, oleadas ardientes de sangre manando sin cesar. Después de las últimas visiones de aquel paisaje, las primeras visiones sus propios ojos entregados a la destrucción. Después, sumido en las tinieblas, se perderá por los montes y no volverá, no volverá.

ADIOSES, 5: FINAL DE PARTIDA

Final de partida

A un taiwanés que juega conmigo al Xiangqi en Internet

 

Has movido uno de tus Elefantes al centro y después tus dos Caballos, el segundo a la casilla de Palacio, y eso me ha sorprendido. Mi apertura era de lo más corriente: Cañón al centro (C2=5), Caballo derecho adelante (H2+3) y Torre derecha un paso a la izquierda (R1=2). ¿A qué viene, por tanto, esa tan infrecuente respuesta tuya (E7+5, H2+3, H8+6)? ¿Me quieres asustar? ¡Estamos jugando sencillamente para divertirnos! Al menos, eso hago yo. De ti sólo conozco tu alias: XYZ,  y tu nacionalidad, y no sé qué pretendes. En la Red todos somos más o menos opacos, pero tú has querido exhibir tu nacionalidad como un estandarte: ¡taiwanés! ¿Con eso por delante ganas más partidas? Yo pinché un estado lejano a mi país: no me gusta dar pistas. Tu alias son las letras de un jeroglífico con que sólo tú sabes lo que quieres decir. El mío no lo comprendo ni yo: no hay en él, en realidad, nada que comprender, salvo que no quiere decir exactamente nada. Creo que así se mueve uno mejor por Internet, pero evidentemente a ti te parece que poniendo Taiwán en la casilla correspondiente tu contrincante interpretará tus movimientos con otra actitud que si pusieras, por ejemplo, Alemania o Turquía. ¿No es así? Pues mira, estoy pensando que ni siquiera es cierto que seas taiwanés, lo pones para intimidar pero puede que no sepas ni el abecé del Xiangqi. Llevo años estudiando este juego, he comprado tableros y piezas de muchos tamaños, también uno imantado, incluso intenté conseguir un tablero electrónico de Nova pero ya no los hacen y nadie los vende, al menos no he visto anuncios en la Red. He comprado libros y los libros también son en inglés. Pero mira: te escribo en castellano y así te hago un favor. O lo pones a que lo traduzca el Google o te quedas como estás. Tú, que ahora estás jugando de farol, no conoces la Teoría de Aperturas del Xiangqi,  tengo el mejor programa de Xiangqui en mi PC, el XieXieMaster 2.5.01,  tengo varios programas, pero también tengo ése, que es el mejor de todos. No sé por qué ni desde cuándo lleva tu nombre anunciado en las  listas de este Club, mi nombre lleva bastantes años, pago por años, soy cliente de pago de este Club, seguramente tú has entrado para ver qué pasa y has puesto Taiwanés porque taiwanés porque te suena a que saben jugar bien, pero seguro que te suena a chino todo esto del Xiangqi. He mirado en mis libros y claro que se puede responder como tú has hecho a mis tres primeras jugadas, pero no es lo habitual, ni desde luego lo aconsejable. Me ha costado encontrar una secuencia inicial de respuestas como la que has jugado, ¡maldito invisible! Si creyera que eres taiwanés tendría de qué preocuparme, pero no lo creo, ya ves. Tú lo que eres es un pardillo y has movido lo primero que se te ha ocurrido. Lo raro, lo rarísimo es que hayas elegido un Elefante para comenzar a mover. ¿Sabes lo que es un Elefante en el Xinagqi?, ¿sabes para qué sirve? Si lo sabes, tus jugadas puede que sean jugadas maestras. Pero creo que no sabes nada de este juego, que has movido al buen tuntún, que no eres taiwanés, que no merece la pena preocuparse por tus movimientos, desde luego no por ahora y que a lo mejor no sigo jugando contigo porque me aburre mucho hacerlo con un ignorante que se hacen pasar por taiwanés. Si fueras taiwanés y supieras de veras jugar al Xinagqi tus movimientos de apertura tendrían el sello de la antigua sabiduría de millones de jugadores chinos a través de los siglos, y yo tendría motivos para preocuparme, pero hace ya dos días que miro a ratos sueltos este tablero en mi panel de Game Status la partida contra XYZ, contra ése que tú seas, y no sé qué hacer. Y esta noche antes de las doce, o sea, las veinticuatro de aquí (no sé qué hora será entonces en tu pueblo), tengo que hacer el movimiento siguiente y no sé bien cuál es. Después de tu apertura (porque responder con esos movimientos a tres míos primeros ha sido establecer por tu cuenta tu propia apertura: eso, hay que reconocerlo, es extraordinario), qué debo hacer. Sé que si muevo mi Caballo izquierdo moverás tu Torre izquierda tras el Cañón, reforzando así la defensa que ya le has dado con el movimiento de tu Caballo izquierdo. ¿Pero para qué tanto? Y, sobre todo, ¿para qué haber movido hacia delante primero tu Caballo derecho? ¿Ya tenías en mente los tres movimientos: Elefante al centro, Caballo derecho al frente y Caballo izquierdo al lateral de Palacio, hiciera lo que hiciera yo? ¿Todo para, si adelanto mi Caballo izquierdo (un movimiento de los que llaman “natural”), responderme con esa Torre izquierda reforzando un Cañón que suele moverse en el primer movimiento y que en cualquier caso ya tenías defendido? ¡Ah, no, no! ¡Tiene que haber truco! Cuatro movimientos como ésos no se tiran a la papelera. En el Historama del  XieXieMaster nos da por igualados tras ese movimiento de mi Caballo y tu Torre. No tiene sentido una extravagancia sólo para igualarme, ¿o sí? Por supuesto, si te como el Cañón me comes la Torre y el Historama dice que vas ganando y sin Historama ni hostias yo ya lo sabría, y más que sé porque me lo he estudiado. Si de verdad eres chino, aunque seas chino de Taiwán, llamarás Artillero al Cañón; y a la Torre, Roca; y yo debería llamar Alfil a lo que de todas formas decidí que llamaría Elefante como hacéis o hacen los chinos de verdad; Cañón me gustó más que Artillero y se me hace imposible acordarme de Roca cuando pienso en la Torre, porque además no es más que una Torre como en nuestro Ajedrez, ¿o hay algo que las diferencie?  ¡A ver! Si de verdad eres chino taiwanés te hartarás de reírte del juego que hacemos los occidentales. Pues muy bien: hártate. Yo, mientras tanto, me voy enterando de vuestras artimañas y sabidurías, a ver quién ríe el último, ¡a ver quién! Tengo unas pocas horas y en el Programa voy haciendo jugadas hasta que me aburro. Pero antes de aburrirme ya he visto la película unas cuantas veces: avanzo, avanzas, te como, avanzas más aún; si sigo comiendo te haces con mi terreno, a este lado del río. Tanto habré comido para entonces que me tendrás a tu entera disposición. Por eso no iré a degüello. No al principio de una partida. Es de manual. He visto variantes en las que tus filas quedan también muy diezmadas pero conservas ventaja. Y hace poco el Programa me ha dado una secuencia interesante gracias a la que nos quedamos ambos en pelotas pero con posibilidades de ganar. Los dos. No he querido mirar el final. ¿Para qué jugamos si ya sabemos lo que ocurrirá? Lo que pasa es que si eres bueno tendrás un Programa como el mío, incluso mejor, y habrás planeado más de media partida, como yo. En ese caso, los dos sabemos lo que haremos durante veinticinco movimientos, una barbaridad. ¿Has mirado tú los movimientos del final? Ya te digo, en serio, te lo juro, que yo no lo he  mirado. Lo que importa es jugar, etc. ¿No estás de acuerdo? Pero si has mirado y lo conoces de antemano, entonces es que tus tres primeros movimientos están calculados para ese final. ¿O es que vas a hacer algún movimiento que no lo aconseje el Programa? ¡Pues estás muerto! ¡Salte del Programa y te fundo! ¿O es que piensas que yo seré quien se salte los consejos del Programa? ¿Y hacia qué movimiento piensas que lo haré? ¿Has calculado las variantes menos convincentes de cada respuesta  mía? ¡Entonces ya sabes el movimiento siguiente que tengo que hacer! ¿Por qué no me lo dices, eh, por qué no te atreves a decírmelo ahora, por qué? Porque no tienes huevos, ni huevos chinos ni huevos taiwaneses ni huevos de ninguna clase. ¡Pues yo sí! Esta ventanita dice que se acaba lo que se daba, que me quedan unos cuantos miserables caracteres para terminar. ¡Atento, equisyzeta! Porque voy darte una gran paliza. ¡Prepárate!

O, mejor, no. Mejor ya no sigo jugando contigo.

 Porque no me interesa.

Tal como has empezado, el resto que hagas será un feo desastre.

Contigo no aprenderé nada.

Y tampoco me gusta ganar por ganar.

¡De qué vas a ser tú taiwanés!

ADIOSES, 4: ÚLTIMO INFORME

Último informe

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No pretendo que me crean. Sólo intento que no me destruyan.

 

Les ruego que lean este Informe según lo voy escribiendo: como, en teoría, Ustedes han debido leer todos los informes que les he ido enviando desde que comencé a trabajar en la Agencia. Por si no lo hacen así, por si prefirieran esperar a la recepción completa de este Informe, saltándose las Reglas que Ustedes mismos fijaron al respecto, ya he prefijado las características del presente envío de modo que, formalmente, no tendrán nunca el Informe completo. Me permito esta argucia técnica sólo después de muchas cavilaciones sobre mis derechos y deberes para con la Agencia.

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De acuerdo. Ahí va.

Esto es lo que les tengo que decir:

 

Hace ya tiempo que observo diversos fenómenos emparejados entre sí por la misma característica; esto es, la inadecuación entre las informaciones que recibo por medio de la Conexión y, en general, en la Red, y elementos concretos de la realidad que puedo constatar por mí mismo en lo que sin duda es el mundo real; ese mundo, en el que, en principio, actuamos todos los agentes y al que todos decimos servir. Ese Mundo, en suma, en el que se creó y para el que se creó la propia Agencia.

 

Dichos fenómenos han dejado de ser para mí fenómenos aislados. Ya no me cabe duda de que se trata de un error sintomático y, hasta donde alcanzo a entender, sistemático. Comprenderán la incomodidad en la que me muevo en estos instantes si reparan en que ahora mismo Ustedes pueden estar recibiendo este Informe no como lo que es, el informe preciso de uno de sus veteranos agentes (¡sí, veterano!) sobre diversos errores sintomáticos en el funcionamiento de la Agencia, sino como escritura sintomática de un desarreglo personal mío. Seguramente, los datos de los últimos tests que he cumplimentado pueden hacerles ver las condiciones personales en las que me encuentro (consulten ya, por favor, en el Archivo correspondiente del General de Tests), las cuales no parecen haberles hecho pensar en ningún momento que sufra ningún tipo de estado mental inferior. Nada en sus comunicados ni instrucciones, nada en ellos nunca, me induce a pensar que Ustedes hayan percibido algo en mí que considerasen necesario corregir.

 

Al menos, hasta este mismo instante en el que les informo, consciente del compromiso que adquiero con mis palabras, sobre dichos fenómenos que en adelante nombraré con la palabra que me parece definirlos mejor: síntomas. Si este Informe es síntoma de algo, estoy convencido de que no lo es de algo que tenga que ver con  mi persona. Por el contrario, afirmo que son síntomas de un Error generalizado en el Sistema de nuestra Agencia.

 

Señores: comprendan la inquietud con la que escribo estas líneas. Sé que a estas alturas ya piensan que algo raro me ocurre ¡a mí! Sé que ya están actuando (y puedo imaginar con qué recursos y con qué fines) con la atención fijada en mi persona, en vez de hacerlo con la vista puesta, como les propongo, en el conjunto del funcionamiento de la Agencia. ¡Y todavía no han podido leer mi Informe! ¡Y todavía no he hecho sino comenzarlo a escribir!

 

Pasemos a los hechos. Pasemos a los síntomas.

 

Abran cuantas ventanas necesiten abrir para tener en sus pantallas toda la información simultánea que consta en sus Fuentes. Pueden cotejar cada detalle, incluidos, por supuesto,  los detalles gráficos, de lo que iré relatando y verán que así constan en la Red exactamente los hechos a los que me referiré. Utilicen, por favor, toda la potencia y recursos de nuestro Sistema para el cotejo del presente Informe. No pido menos. Creo que la ocasión merece tal esfuerzo por su parte, pues es mucho y muy grave lo que les voy a decir. Por mi parte, voy a ahorrarme el esfuerzo añadido que supondría para mí la exacta denominación de cada documento de los cientos o acaso miles a los que sin duda aludirán y harán referencia mis palabras. No es tarea mía, creo, en estos momentos, esa búsqueda documental. En cualquier caso, ya les aviso, no la esperen ahora de mí. A Ustedes les dejo la tarea de indización de mi texto necesaria a tal fin. Ustedes pueden, si quieren (insisto en rogarles que así lo hagan), poner a trabajar al Sistema al servicio del texto que van recibiendo.

 

En mi Expediente encontrarán (¿ya lo han abierto?) los datos sobre el momento y el lugar en que fui reclutado por el Agente que Ustedes, sin duda, ya saben. ¿No es así? Es una dificultad añadida, y no pequeña, la que suponen las Normas de la Agencia sobre las menciones de otros agentes, etc., Normas que ni en estas circunstancias me saltaré: creo en la Agencia, en sus métodos y en sus fines, y no atentaré nunca conscientemente contra su integridad ni la de sus integrantes. Lo que importa es que Ustedes ya saben o pueden saber inmediatamente (¡les estoy dando tiempo!) de Quién estoy hablando.

 

Pues bien: dicho Agente fue dado de baja en nuestra Agencia en la fecha que Ustedes saben, como Ustedes mismos me informaron (y al resto de los agentes)  mediante Circular General, como es preceptivo hacer. Y esa noticia, les confieso, me sorprendió.

 

No sólo no la esperaba. No podía creerla. ¡Pues tenía la certeza de que tal Agente seguía en activo! Certeza que conforme pasaba el tiempo se hacía, si cabe, más cierta, si me permiten este feo (pero ya irreparable) defecto de expresión. Ustedes recibieron de mi parte las evidencias documentales y gráficas de mi aseveración, de las que recibí correspondiente Acuse de Recibo. (Los nervios, sin duda, me están jugando una mala pasada: escribo peor. Disculpen la inferior calidad de este tramo del texto. Intentaré dominarlos y escribir mejor. Si así pudiera decirse, siempre mejor. (Si escribo “Si así puede decirse” el de final de puede y el de inicial de decirse, puede decirse, coinciden feamente. ¡Intento hacerles ver que me esfuerzo todo lo posible! ¡Intento evitar en este Informe incluso las cacofonías! ¡O, sobre todo, las cacofonías!).

 

Sí. Han pasado algunos segundos. No hay ningún fallo técnico en sus mecanismos de Recepción. Me he dado un respiro.

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Intentaré ir al grano. Déjenme ir al grano.

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ADIOSES, 3: LA SELVA

La selva

 

Estas selvas guardarán mi secreto pero no lo salvarán de la putrefacción. Voy a pudrirme poco a poco en las entrañas de unas tierras que ni amo ni estoy dispuesto a conocer. A orillas del río el agua es más caliente pero también más turbia. ¿Pasó él cerca de aquí o bajó por el centro de la corriente? ¿O está esperándome bajo la superficie, acaso enredado en las plantas, esas plantas que me han salvado hiriéndome? No me atrevo a mirar. Cierro los ojos. Tendría que abrirlos, levantarme y huir. Pero no me muevo. El olor nauseabundo de este limo ha penetrado por completo dentro de mí.

 

Escucho alarmado, escucho entre las plantas de la orilla el sonido de un rítmico chapotear, ¿unos pasos? ¡Es el viento! ¡Pero no es el viento! Sobre mi cabeza, en el cielo, el reflejo de las turbias aguas del río: fluyen allí en lo alto, también, corriente abajo, entre nubes, y acogen bandadas de aves desconocidas. Arriba y abajo estoy solo. ¡Pero ese ruido, ahora! ¿Tendré que escuchar esos pasos entre las plantas de la orilla hasta morir? Nada se mueve a mi alrededor, estoy seguro. No hay nadie a mi lado, ¿de dónde podría venir? Tampoco una fiera distinguiría mi tenue olor humano en medio de este inmenso hedor vegetal y mineral abrumado por la podredumbre.

 

He dormido. Siento la carne flácida, sin músculos. La piel está tan arrugada y viscosa que al tacto no la reconozco mía. Tengo en la boca un sabor nauseabundo, respiro a través de él, está en mis entrañas, soy todo yo una bolsa de basura calentándose al sol. Porque ahora calienta. Pesa su luz en mis espaldas como una gran mochila, inmovilizándome. Tengo que sacar fuerzas para salir de aquí pronto: las babosas han hecho presa en mi cuerpo y los mosquitos sólo esperan a que se entibie el aire. Y por el agua también un gran peligro puede venir. Hacer un esfuerzo. ¡Pero con qué!

 

Borrosamente distingo los colores de la tierra frente a mis ojos. Me escuecen los ojos. Los párpados se han inflamado y supuran. Apenas puedo abrirlos. Volviendo la cabeza he visto el bulto de mis brazos, los dos al mismo lado del tronco. ¿En qué postura estoy? No me siento las piernas. Parece que flotaran: se mecen en la superficie del agua, ¿o no es así? No puedo moverme y verlas. Puedo reptar, eso espero.

 

El sol se ha abierto paso por entre un claro en la bóveda vegetal  y me cae de lleno sobre la cabeza que, empapada como está, parece querer hervir. Costras de barro se secan en mi pelo, tiran de él. Tengo que hacer algo con mis manos: mojarme, moverme, taparme. No quiero abrir los ojos porque sólo intentarlo resulta doloroso y decepcionante. Trago, sin querer, arena con el agua que me alcanza la barba. Aprieto los dientes para hacer con ellos un filtro. Las encías palpitan locamente, parece que los dientes y las muelas se me fueran a caer.

 

Me ha despertado un pájaro. Con su pico puntiagudo me ha herido en una mano. Veo sus vivos colores en movimiento. Al batir sus alas me llena las narices de olor a carroña, un olor que me invade y vomito bilis: no tengo nada más dentro del cuerpo y me estoy muriendo de hambre y de sed. Esta agua no hace sino quemarme las entrañas.

 

El pájaro son varios pájaros. Uno de ellos se ha posado durante sobre mi propia espalda: sus garras dolían como puñaladas. Haciendo un gran esfuerzo he conseguido estremecerme y se ha asustado. Pero volverá. Si estoy tan quieto seguro que volverá. Y no será el único que se apodere de mi espalda. ¿Habré de morir mientras me comen a picotazos?

 

El dolor de las babosas me ha hecho reaccionar, estoy de rodillas. No sé cómo, pero estoy de rodillas. El instinto de supervivencia me ha empujado. Mi animal más oculto se ha hecho cargo de mí. Sólo él puede salvarme. Ahora lo sé. Tengo que concentrarme absolutamente en él, convocarle, ponerlo a trabajar para mí, o estoy perdido. ¿Pero qué medios emplear para comunicarme con él?

 

He debido de dormir durante mucho tiempo. La luz es ahora mucho menos intensa, el agua se ha enfriado, el olor vegetal tiene muchos más matices, casi huele bien. Cerca de aquí tiene que haber alguna clase de flores: su perfume llega perfectamente distinguible hasta mí. No puedo abrir los ojos. Son dos grandes volcanes arrojando intermitentemente grandes oleadas de dolor al cerebro. Percibo movimiento a mi alrededor, el movimiento sigiloso de seres pequeños para los que acaso yo represento un peligro. ¡Es para morirse de risa! La postura de mi cuerpo ha hecho de mi columna vertebral un arco tensado cuyas flechas se clavan, una tras otra, con el ritmo preciso de mi pulso, en mi interior. Es imposible continuar así, pero no veo la forma de moverme, no siento los mandos, olvidé los resortes. Sólo puedo mover la cabeza, y aún eso me produce dolores tan intensos que prefiero no hacerlo.

 

¡Me han picado en el cuello y me han salido lágrimas de dolor! Me arrojo inmediatamente contra el suelo, extiendo todo el cuerpo, la fatiga me ahoga pero tengo que moverme hacia más adentro de la orilla, hacia ese intrincado interior que vi desde el río mientras lo navegué. ¡Cuánto hace ya de eso! Intento hacer fuerza con  los dedos de mis manos, utilizarlos como haría un alpinista erguido en una pared. Dependo de mis dedos. Esta idea es nueva y debe de haber venido de un centro interior fiable, de un efectivo puesto de control. Tengo que obedecer al instinto que aún lucha por mí. No acierto a sentir claramente la forma de las cosas: mis manos se han hinchado y están entumecidas, pero haré con mis dedos un par de garfios que horaden la arena. Me arrastro extrañamente. Primero doblo las piernas bajo mi vientre, después me lanzo de cabeza contra el suelo, hinco mis dedos en la arena y vuelta a empezar. Me imagino ser una enorme larva en movimiento.

 

No sé cuánto he avanzado, pero mis pies están fuera del agua, todo yo estoy fuera. Las piedras de la orilla están cada vez más frías: es la noche que llega pero es también mi entrada en la selva. Si pudiese abrir los ojos. Si los pudiese abrir.

 

¡No! ¡Ahora no puedo dormirme! ¡Tengo que seguir avanzando hacia la espesura! ¡Tengo que alcanzar algo comestible para sobrevivir! Ya noto bajo mi cuerpo las raíces menos profundas de algunos árboles y también unas hierbas más altas. No sé cómo he sido capaz de llegar hasta aquí. El frescor de la tarde me ha salvado. Bajo el sol era hombre muerto, condenado sin remisión. El frescor de la tarde trae las lluvias. ¿Lloverá esta noche? Si lloviera bebería agua limpia y limpiaría mis ojos. Si sigo así corro el riesgo de quedarme ciego. Es curioso que ahora caiga en la cuenta: cuando estaba más muerto sólo podía sufrir y gemir; ahora deseo estar mejor, lucho por conseguirlo. ¡Viviré!

 

Me ha despertado la lluvia. Vuelvo la cara y me llega el agua como un río vertical, potente, agresivo. Llueve como si el agua pesara mucho en el aire. Abro la boca y bebo y me sienta bien. Me estremezco de calambres de hambre, pero ¿qué comer? Agarro las hierbas que alcanzo con mis manos y las meto en la boca, las mastico y trago. Tengo que hacer esfuerzos para no vomitar enseguida. Cojo más hierbas y vuelvo a empezar. Mientras, el agua de la lluvia me entra por la boca y las fosas nasales, me ahoga, pero también disuelve la pasta en la que mis dientes convierten estas hierbas. ¿Qué hierbas serán? Sean las que sean, les pondré mi nombre. ¡Yo os bautizo, Herbas…! ¡Pero no con mi nombre! ¡Nadie, nunca, debe saber que yo estuve aquí! ¡Estuve! ¿Ya me veo salvado y de regreso? ¿De regreso a dónde?

 

¡Ahora sí son voces! ¡Voces humanas! ¿O pájaros? Intento abrir los ojos. El dolor es terrible. Arden en sus cuencas y el agua parece atizar el fuego. Por un resquicio entre párpados puedo ver unas sombras agitarse a mi lado. Todo mi cuerpo se ha estremecido ahora y evacua por la boca y por el ano una papilla, resultado de la ingestión de hierbas. El susto por la cercanía de esas sombras me ha producido estos espasmos que mis entrañas aprovechan para deshacerse de sustancias que no han podido digerir. Oigo las voces alzarse más seguras. Parece que me nombran, me describen, informan de mi presencia. ¿Pero a quién?

 

No quiero enterarme, no quiero abrir los ojos, no quiero saber nada sobre quienes me arrastran y me golpean. Me han tirado del pelo y he cerrado muy fuertemente los ojos, el instinto me dice que mejor no los miro y que mejor que para ellos no haya una mirada que les revele mi pánico y mi sumisión. Me recorren con palos, parecen sorprendidos por esta presencia inesperada de un cuerpo de apariencia humana. Seguramente no nos parecemos en nada. ¿Se dan cuenta de que soy humano? ¿Qué inquietud les afecta, que ahora gimen y gritan? Hago un esfuerzo sobrehumano para no abrir los ojos. Si los abro acabarán conmigo. ¿Pero por qué lo sé? Porque yo habría hecho eso mismo en su caso, de eso estoy seguro. Ante un ser peligroso que te mira a los ojos no hay opción: eres tú o él.

 

Yo soy un peligro. He llegado hasta aquí.

 

Ahora recuerdo cómo comenzó este viaje, los rostros de los marineros, el poderoso impulso de las aguas por las que navegamos y la excitación que se adueñó de todos nosotros momentos antes de la última catástrofe. ¿Han encontrado a mis compañeros río abajo? ¿Ha sobrevivido alguno? ¿Qué han hecho con ellos?

 

Sus voces son ahora más calmadas pero más insistentes en unos sonidos que repiten una y otra vez. ¿Me están preguntando algo? ¡Qué puedo hacer! Me vuelvo contra el suelo, hundo de nuevo mis dedos en la arena e intento avanzar en dirección contraria al curso del río, que murmura a mis pies.

 

Creo que me he quedado de nuevo dormido porque ya es de noche y no la he sentido venir. No hay nadie aquí ahora. Me parece que estoy solo, absolutamente solo tendido en el suelo, como recuerdo que estaba la última vez. Mi estomago pide a gritos algo de alimento. ¿Pero qué puedo darle de comer? Ahora es mi aliento el que huele a carroña. Todo mi cuerpo, una inmundicia, una hez. ¡Pero estoy desnudo! ¡Esta gente me ha quitado la ropa y se ha ido! ¿Por qué y para qué? Siento mucho frío y también mucho calor: es la fiebre, que me consume.

 

A mi alrededor sólo hay oscuridad y extraños sonidos.

 

He llegado hasta este confín del mundo para morir en silencio, tendido en el suelo, desnudo en la oscuridad.

 

¡Qué larga es esta noche!

 

¡Me aterra seguir vivo cuando llegue el amanecer!

 

Animales de la selva, ¡matadme!

 

Salvajes de la selva, ¡acabad ya conmigo!

 

¡Dios mío, llévame!

 

En esta oscuridad no hay un solo sonido que me dé la bienvenida, ni una señal de que mi llegada sirve para nada, para nadie.

 

¡Hace ya tanto tiempo que partí!

ADIOSES, 2: DESCEREBRARSE

Descerebrarse

 

Puede sentir perfectamente cómo se va desmenuzando progresivamente la materia de su cerebro, cómo se hacen isletas aisladas en su interior, cómo en cada una de ellas, cada vez menos numerosas, se emiten señales poco a poco más débiles, que van dejando de producir respuestas en las otras isletas, al otro lado de los campos helados que las separan, hasta que van dejando de tener sentido como lenguaje o mecanismo de comunicación. Es un proceso cada vez más rápido, que afecta por entero a su cerebro, que ya no puede representarse a sí mismo como un todo en el que cada parte de sí mismo permanezca unido a la totalidad. Puede sentir perfectamente los chisporroteos de un gran número de últimos destellos de pensamientos antes de apagarse completamente y  desaparecer de su conciencia. Su cerebro, lo que queda de él, lo que haya todavía entre las paredes de su cráneo, está oscuro después de una fase de tinieblas: a la penumbra, en la que resultaba difícil orientarse, le sucedió una casi completa oscuridad, de la que por segundos resulta imposible, más y más imposible, dar cuenta con palabras, por sonidos o gestos. Por lo demás, apenas ya desea ni recuerda qué sea desear recordar desear comunicarse con nadie, ni siquiera consigo mismo, no consigue hacerse ya una idea de qué tarea fuera la de intentar relacionar elementos de acuerdo a un sentido ni darle un sentido a la presencia de unos elementos para los que tiene cada vez menos palabras, si es que son palabras lo que necesitaría para poderlos expresar. Aquí y allá, esos restos van haciéndose más y más pequeños y más distantes unos de otros. Por momentos siente que se apoya en una u otra de esas isletas para mantenerse a salvo del pantano grumoso en el que ya se ha convertido la mayor parte de su cerebro, ese pantano en el que oscuramente perviven los recuerdos de su identidad. Se siente cansado por ese movimiento apresurado en el que se agota sin conseguir un punto permanente de equilibrio, un descanso en el tiempo y el espacio gracias al que pudiera evaluar, eso ha pensado, evaluar su situación. Mientras conserve conceptos como evaluar o situación sabrá que es él mismo quien afronta esa lucha contra el deterioro, podrá decirse a sí mismo, ¿pero aún es cierto que se dice algo?, que puede celebrar seguir vivo, hacerse una idea, por más que fragmentaria e imperfecta, de su realidad. ¿Hace cuánto tiempo que pensó esa frase? ¿Qué quiso decir? ¿Quién? ¿A quién? Ni siquiera podría repetirla entera, ni desea intentarlo, ni recuerda la finalidad. Si hay algo suyo en su cerebro ahora, no sabe que fue suyo, lo mismo le da.

ADIOSES, 1: EL RÍO

El río  

El cielo es negro. La tierra es amarilla. Encerrado hacia ambos lados por empinadas murallas de tierra devastada, este río no puede beneficiar aquello que lo rodea: entre orillas enhiestas, el agua, masa encrespada y rugiente, avanza sin obstáculos hacia un horizonte siempre impredecible. Sobre las balsas, empapados y exhaustos, nuestros cuerpos permanecen derrotados bajo esta lluvia insistente con la que también las nubes han querido castigarnos desde que comenzamos la marcha. ¿Cuándo la comenzamos? Todo este agua parece haber borrado el rastro de nuestras propias acciones y en este húmedo inquieto espacio que es el río el movimiento ha devorado también nuestra memoria. Y si nosotros no sabemos de nosotros mismos, quién sabrá. No podemos esperar ayuda de nadie. No hay nadie que pueda ofrecernos ni un instante de ayuda, ni un instante.

 

Cuando a pesar del intenso dolor vuelvo el rostro hacia la parte trasera de la balsa mis ojos ven unos ojos fijos en los míos, unos ojos en los que todo un cuerpo se resume. Sobre el lomo del río cabalgamos hacia quién sabe qué abismo, pero él no tiene ojos sino para mirarme. La lluvia se adueña de sus rasgos y hace de todo él un espectro de agua en el agua, pero es un espectro de ojos brillantes cuya luz negra se clava en mi mirada y parece querer detener mi mirar, hacerlo un mirar muerto, fijo en aquel lugar de quietud del que hace tiempo salí para ser yo mismo. Pero si sus ojos me convocan a esa mirada que nunca vi allí dentro y por la que suspiré después durante tantas horas que me la hicieron tan deseada, yo sé que salí de allí precisamente para saber si existía en verdad esa mirada, y no existía. Por mucho que me mire ahora este mirar arrasado en lágrimas no avanzaré hacia él, no haré ahora el camino inverso al que la fuerza del río quiere que hagamos, esa fuerza a la que no sé desde cuándo me he rendido.

 

Eso es lo que él no comprende, lo que no hay forma de hacerle comprender: que la marcha irrefrenable de estas aguas vivas pueden por todas las aguas que haya podido conocer antes. Que este río no es cualquier río, eso sí lo sabe. Acaso porque lo sabe me mira como me está mirando, como lleva mirándome desde que me recuerdo mirándole sobre los lacerantes troncos de esta balsa en cuya corteza queda ya más piel de nuestra piel que sobre nuestras propias carnes. Pero no comprende qué hay en estas aguas que me hacen desearlas incluso más que la bendita tierra de la que hace tiempo nos separan y nos alejan. En sus ojos no hay luz, pero encienden en los míos un fuego que me daña. Más que la lluvia, más que la fiera rugosidad de los troncos, más que la loca carrera del agua, incluso más que la inquietud que la tierra y el cielo me producen embarcado en esta balsa, ese mirar de sus ojos a través del agua y del viento y del ruido me atemoriza. Sin voz me dicen esos débiles ojos desfallecientes lo que las gargantas de un millón de atletas se atreverían a decirme a la cara. De todas formas, no hacen sino adelantarse a una decisión que ellos mismos animan con su mirada.

 

El mundo es la cuenca de un fragoroso río en el que llueve salvajemente a todas horas. Mi vida se ha convertido en este sobrevivir entre aguas en la oscuridad. Percibo el movimiento, que me excita. Bajo mi cuerpo hay una fuerza capaz de destruirme y que sin embargo ha preferido llevarme consigo hacia delante, siempre hacia delante, a una velocidad cuya magnitud soy capaz de medir en el temblor de mis músculos, en la tensión de todos mis tendones, en la presión de mis muelas contra mis muelas, mis propias uñas entrando en la carne de mis manos. Presa de excitación, no distingo ya el pánico del placer. Me dejo llevar por una experiencia cuyo verdadero y acaso único protagonista es el movimiento. No soy sino un ser que desfallece ya, obligado testigo de una monstruosa maravilla natural. El río. A veces pienso, si eso es pensar, que soy yo mismo el río. Y eso suma placer a placer.

 

Hace tiempo que no escucho voces ni cantos ni sonidos que no sean el agua del río y el agua de la lluvia. Hubo un tiempo, sin embargo, en el que no sabía ni lo que fuese un río ni un agua de lluvia que hiciese tal ruido. Que no es ruido pero tampoco ninguna otra cosa que pueda nombrarse con otra palabra sino ruido. Voces de aguas, aullidos, rugidos. También temblores, choques, estremecimientos. También el deslizarse continuo de un sonido brutal que acariciase muy dentro de los oídos. Es este tipo de caricia, porque lo es, lo que me tiene anonadado. Su presencia en mi cuerpo: ¿dónde se concreta? ¿Qué órgano afecta esta incesante sensación? A veces hay un punto. A veces es todo el cuerpo, su interior y su exterior, el que reacciona. Otras veces me siento insensible y entonces sí me asusto, como si despertase súbitamente de un buen sueño.

 

Ahora mismo no sé si me he dormido, si desperté hace un momento y encontré como siempre sus ojos en los míos. ¿Qué imploran esos ojos hundidos, arrasados de lágrimas y lluvia? Acabo de saber, pues es saber, lo que tengo que hacer con ese de ahí atrás, con esa figura que amarga mis horas aún más que la terrible potencia del río. Cortaré las cuerdas que unen las dos partes de la balsa, cortaré las cuerdas y quedaré libre de él, definitivamente libre. Las corto y me da igual que grite o que llore o que me insulte, qué otra cosa iba a hacer. No puede ayudarme ni defenderme ni desaparecer. Así que soy yo quien ha de hacer el trabajo.

 

Ya está hecho, ya se aleja su imagen fastidiosa. Las olas de este río furioso hacen un subrayado espumoso bajo su mirada cada vez más humillada. Hierven las aguas y hierven sus ojos. He de hacer acopio de toda mi entereza para soportar esa mirada que se acaba entre burbujas y espuma. Ahora cae, ahora cae lentamente de la balsa y el agua lo engulle. El río es un animal que devora en un instante su famélica sombra de ojos enrojecidos. Se acabó.

 

Hace tiempo que avanzan las dudas, tantas dudas entre tanta tormenta, pavor con pavor. ¿Y si quedó allí engullido lo mejor de los dos? ¿Y si era yo y no ese otro quien debió acabar en el fondo del río? Nunca lo podré llegar a saber. Remordimiento es poco: un tormento en las venas que asalta el corazón lo angustia, le hace bombear desesperado para multiplicar el tormento más y más hasta que parece que voy a estallar pero no estallo sino que sigo sufriendo el tormento en las venas que angustia el corazón que se ha hecho mi enemigo en medio de mi cuerpo, en medio del río, en medio de la tormenta, en medio de un mundo de tierra amarilla bajo un cielo negro. Y quiero morir.

 

Sobre las aguas, bajo las aguas, encerrado en estas aguas que son mi muerte, mi mortaja y mi ataúd, sigo viajando hacia quién sabe dónde, si es que hay un dónde más allá de la furia de estas aguas que me agotan. En este ataúd el río me lleva, este río que acaso es ya mi ataúd. Puedo sentir el movimiento, su movimiento, única sensación en la que ya descanso. Y el río me lleva...

CRÓNICAS DEPRESIVAS. EL PARTE.

Ustedes que han sabido de mi desesperación depresiva tienen derecho a saber que los últimos dos meses han sido los mejores de los últimos cuatro años de mi vida.

 

¿Durará?

 

Evidentemente, algo tiene que ver esta mejoría con el aislamiento y el espíritu vacacional con que he vivido, amparado en afectos cercanos.

 

Procuraré mantener ese espíritu y ese aislamiento cuanto me sea posible, visto que en abril el trajín y la obligación acabaron llevándome a Urgencias.

 

(¿Durará?)

 

La depresión se ha llevado muchas cosas por delante, pero también ha puesto muchas otras cosas en su sitio.

 

Estoy más solo. Pero también más limpio.

 

Ahora el pasado queda con el pasado y el presente muestra cada día un espacio habitable que apetece ocupar.

 

Empiezo a pensar que tarde o temprano curaré.

 

Gracias por estar ahí.

  

AMORAMORTE 51

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SHAKESPEARE: JULIUS CAESAR , FRAGMENTO 17

Caesar (17 of 32)
De: books@dailylit.com


 

SCENE I.  (CONT'D)

SERVANT.
I'll fetch him presently.

[Exit.]

BRUTUS.
I know that we shall have him well to friend.

CASSIUS.
I wish we may: but yet have I a mind
That fears him much; and my misgiving still
Falls shrewdly to the purpose.

BRUTUS.
But here comes Antony.--

[Re-enter Antony.]

Welcome, Mark Antony.

ANTONY.
O mighty Caesar! Dost thou lie so low?
Are all thy conquests, glories, triumphs, spoils,
Shrunk to this little measure? Fare thee well.--
I know not, gentlemen, what you intend,
Who else must be let blood, who else is rank:
If I myself, there is no hour so fit
As Caesar's death-hour, nor no instrument
Of half that worth as those your swords, made rich
With the most noble blood of all this world.
I do beseech ye, if you bear me hard,
Now, whilst your purpled hands do reek and smoke,
Fulfill your pleasure. Live a thousand years,
I shall not find myself so apt to die:
No place will please me so, no means of death,
As here by Caesar, and by you cut off,
The choice and master spirits of this age.

BRUTUS.
O Antony, beg not your death of us!
Though now we must appear bloody and cruel,
As, by our hands and this our present act
You see we do; yet see you but our hands
And this the bleeding business they have done:
Our hearts you see not; they are pitiful;
And pity to the general wrong of Rome--
As fire drives out fire, so pity pity--
Hath done this deed on Caesar. For your part,
To you our swords have leaden points, Mark Antony;
Our arms in strength of amity, and our hearts
Of brothers' temper, do receive you in
With all kind love, good thoughts, and reverence.

CASSIUS.
Your voice shall be as strong as any man's
In the disposing of new dignities.

BRUTUS.
Only be patient till we have appeased
The multitude, beside themselves with fear,
And then we will deliver you the cause
Why I, that did love Caesar when I struck him,
Have thus proceeded.

ANTONY.
I doubt not of your wisdom.
Let each man render me his bloody hand:
First, Marcus Brutus, will I shake with you;--
Next, Caius Cassius, do I take your hand;--
Now, Decius Brutus, yours;--now yours, Metellus;--
Yours, Cinna;--and, my valiant Casca, yours;--
Though last, not least in love, yours, good Trebonius.
Gentlemen all--alas, what shall I say?
My credit now stands on such slippery ground,
That one of two bad ways you must conceit me,
Either a coward or a flatterer.--
That I did love thee, Caesar, O, 'tis true:
If then thy spirit look upon us now,
Shall it not grieve thee dearer than thy death
To see thy Antony making his peace,
Shaking the bloody fingers of thy foes,--
Most noble!--in the presence of thy corse?
Had I as many eyes as thou hast wounds,
Weeping as fast as they stream forth thy blood,
It would become me better than to close
In terms of friendship with thine enemies.
Pardon me, Julius! Here wast thou bay'd, brave hart;
Here didst thou fall; and here thy hunters stand,
Sign'd in thy spoil, and crimson'd in thy death.--
O world, thou wast the forest to this hart;
And this, indeed, O world, the heart of thee.--
How like a deer strucken by many princes,
Dost thou here lie!

CASSIUS.
Mark Antony,--

ANTONY.
Pardon me, Caius Cassius:
The enemies of Caesar shall say this;
Then, in a friend, it is cold modesty.

CASSIUS.
I blame you not for praising Caesar so;
But what compact mean you to have with us?
Will you be prick'd in number of our friends,
Or shall we on, and not depend on you?

ANTONY.
Therefore I took your hands; but was indeed
Sway'd from the point, by looking down on Caesar.
Friends am I with you all, and love you all,
Upon this hope, that you shall give me reasons
Why and wherein Caesar was dangerous

SHAKESPEARE: JULIUS CAESAR , FRAGMENTO 16

Caesar (16 of 32)
De: books@dailylit.com

 

SCENE I.  (CONT'D)

CINNA.
O Caesar,--

CAESAR.
Hence! wilt thou lift up Olympus?

DECIUS.
Great Caesar,--

CAESAR.
Doth not Brutus bootless kneel?

CASCA.
Speak, hands, for me!

[Casca stabs Caesar in the neck. Caesar catches hold of his arm.
He is then stabbed by several other Conspirators, and at last by
Marcus Brutus.]

CAESAR.
Et tu, Brute?-- Then fall, Caesar!

[Dies. The Senators and People retire in confusion.]

CINNA.
Liberty! Freedom! Tyranny is dead!--
Run hence, proclaim, cry it about the streets.

CASSIUS.
Some to the common pulpits and cry out,
"Liberty, freedom, and enfranchisement!"

BRUTUS.
People and Senators, be not affrighted;
Fly not; stand still; ambition's debt is paid.

CASCA.
Go to the pulpit, Brutus.

DECIUS.
And Cassius too.

BRUTUS.
Where's Publius?

CINNA.
Here, quite confounded with this mutiny.

METELLUS.
Stand fast together, lest some friend of Caesar's
Should chance--

BRUTUS.
Talk not of standing.--Publius, good cheer!
There is no harm intended to your person,
Nor to no Roman else: so tell them, Publius.

CASSIUS.
And leave us, Publius; lest that the people
Rushing on us, should do your age some mischief.

BRUTUS.
Do so;--and let no man abide this deed
But we the doers.

[Re-enter Trebonius.]

CASSIUS.
Where's Antony?

TREBONIUS.
Fled to his house amazed.
Men, wives, and children stare, cry out, and run,
As it were doomsday.

BRUTUS.
Fates, we will know your pleasures:
That we shall die, we know; 'tis but the time
And drawing days out, that men stand upon.

CASCA.
Why, he that cuts off twenty years of life
Cuts off so many years of fearing death.

BRUTUS.
Grant that, and then is death a benefit:
So are we Caesar's friends, that have abridged
His time of fearing death.--Stoop, Romans, stoop,
And let us bathe our hands in Caesar's blood
Up to the elbows, and besmear our swords:
Then walk we forth, even to the market-place,
And waving our red weapons o'er our heads,
Let's all cry, "Peace, freedom, and liberty!"

CASSIUS.
Stoop then, and wash. How many ages hence
Shall this our lofty scene be acted o'er
In States unborn and accents yet unknown!

BRUTUS.
How many times shall Caesar bleed in sport,
That now on Pompey's basis lies along
No worthier than the dust!

CASSIUS.
So oft as that shall be,
So often shall the knot of us be call'd
The men that gave their country liberty.

DECIUS.
What, shall we forth?

CASSIUS.
Ay, every man away:
Brutus shall lead; and we will grace his heels
With the most boldest and best hearts of Rome.

BRUTUS.
Soft, who comes here?

[Enter a Servant.]

A friend of Antony's.

SERVANT.
Thus, Brutus, did my master bid me kneel;
Thus did Mark Antony bid me fall down;
And, being prostrate, thus he bade me say:
Brutus is noble, wise, valiant, and honest;
Caesar was mighty, bold, royal, and loving;
Say I love Brutus and I honor him;
Say I fear'd Caesar, honour'd him, and loved him.
If Brutus will vouchsafe that Antony
May safely come to him, and be resolved
How Caesar hath deserved to lie in death,
Mark Antony shall not love Caesar dead
So well as Brutus living; but will follow
The fortunes and affairs of noble Brutus
Thorough the hazards of this untrod state
With all true faith. So says my master Antony.

BRUTUS.
Thy master is a wise and valiant Roman;
I never thought him worse.
Tell him, so please him come unto this place,
He shall be satisfied and, by my honour,
Depart untouch'd.

SHAKESPEARE: JULIUS CAESAR , FRAGMENTO 15

 

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ACT III.

SCENE I.

Rome. Before the Capitol; the Senate sitting.

[A crowd of people in the street leading to the Capitol, among
them Artemidorus and the Soothsayer. Flourish. Enter Caesar,
Brutus, Cassius, Casca, Decius, Metellus, Trebonius, Cinna,
Antony, Lepidus, Popilius, Publius, and others.]

CAESAR.
The Ides of March are come.

SOOTHSAYER.
Ay, Caesar; but not gone.

ARTEMIDORUS.
Hail, Caesar! read this schedule.

DECIUS.
Trebonius doth desire you to o'er-read,
At your best leisure, this his humble suit.

ARTEMIDORUS.
O Caesar, read mine first; for mine's a suit
That touches Caesar nearer: read it, great Caesar.

CAESAR.
What touches us ourself shall be last served.

ARTEMIDORUS.
Delay not, Caesar; read it instantly.

CAESAR.
What, is the fellow mad?

PUBLIUS.
Sirrah, give place.

CASSIUS.
What, urge you your petitions in the street?
Come to the Capitol.

[Caesar enters the Capitol, the rest following. All the Senators
rise.]

POPILIUS.
I wish your enterprise to-day may thrive.

CASSIUS.
What enterprise, Popilius?

POPILIUS.
Fare you well.
Advances to Caesar.

BRUTUS.
What said Popilius Lena?

CASSIUS.
He wish'd to-day our enterprise might thrive.
I fear our purpose is discovered.

BRUTUS.
Look, how he makes to Caesar: mark him.

CASSIUS.
Casca, be sudden, for we fear prevention.--
Brutus, what shall be done? If this be known,
Cassius or Caesar never shall turn back,
For I will slay myself.

BRUTUS.
Cassius, be constant:
Popilius Lena speaks not of our purposes;
For, look, he smiles, and Caesar doth not change.

CASSIUS.
Trebonius knows his time, for, look you, Brutus,
He draws Mark Antony out of the way.

[Exeunt Antony and Trebonius. Caesar and the Senators take their
seats.]

DECIUS.
Where is Metellus Cimber? Let him go,
And presently prefer his suit to Caesar.

BRUTUS.
He is address'd; press near and second him.

CINNA.
Casca, you are the first that rears your hand.

CASCA.
Are we all ready?

CAESAR.
What is now amiss
That Caesar and his Senate must redress?

METELLUS.
Most high, most mighty, and most puissant Caesar,
Metellus Cimber throws before thy seat
An humble heart.

[Kneeling.]

CAESAR.
I must prevent thee, Cimber.
These couchings and these lowly courtesies
Might fire the blood of ordinary men,
And turn pre-ordinance and first decree
Into the law of children. Be not fond,
To think that Caesar bears such rebel blood
That will be thaw'd from the true quality
With that which melteth fools; I mean, sweet words,
Low-crooked curtsies, and base spaniel-fawning.
Thy brother by decree is banished:
If thou dost bend, and pray, and fawn for him,
I spurn thee like a cur out of my way.

METELLUS.
Caesar, thou dost me wrong.

CAESAR.
Caesar did never wrong but with just cause,
Nor without cause will he be satisfied.

METELLUS.
Is there no voice more worthy than my own,
To sound more sweetly in great Caesar's ear
For the repealing of my banish'd brother?

BRUTUS.
I kiss thy hand, but not in flattery, Caesar;
Desiring thee that Publius Cimber may
Have an immediate freedom of repeal.

CAESAR.
What, Brutus?

CASSIUS.
Pardon, Caesar; Caesar, pardon:
As low as to thy foot doth Cassius fall,
To beg enfranchisement for Publius Cimber.

CAESAR.
I could be well moved, if I were as you;
If I could pray to move, prayers would move me:
But I am constant as the northern star,
Of whose true-fix'd and resting quality
There is no fellow in the firmament.
The skies are painted with unnumber'd sparks,
They are all fire, and every one doth shine;
But there's but one in all doth hold his place:
So in the world; 'tis furnish'd well with men,
And men are flesh and blood, and apprehensive;
Yet in the number I do know but one
That unassailable holds on his rank,
Unshaked of motion: and that I am he,
Let me a little show it, even in this,--
That I was constant Cimber should be banish'd,
And constant do remain to keep him so.

SHAKESPEARE: JULIUS CAESAR , FRAGMENTO 14

 

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SCENE III.

A street near the Capitol.

[Enter Artemidorus, reading paper.]

ARTEMIDORUS.
"Caesar, beware of Brutus; take heed of Cassius; come
not near Casca; have an eye to Cinna; trust not Trebonius; mark
well Metellus Cimber; Decius Brutus loves thee not; thou hast
wrong'd Caius Ligarius. There is but one mind in all these men,
and it is bent against Caesar. If thou be'st not immortal, look
about you: security gives way to conspiracy. The mighty gods
defend thee!
Thy lover, Artemidorus."
Here will I stand till Caesar pass along,
And as a suitor will I give him this.
My heart laments that virtue cannot live
Out of the teeth of emulation.--
If thou read this, O Caesar, thou mayest live;
If not, the Fates with traitors do contrive.

[Exit.]



SCENE IV.

Another part of the same street, before the house of
Brutus.

[Enter Portia and Lucius.]

PORTIA.
I pr'ythee, boy, run to the Senate-house;
Stay not to answer me, but get thee gone.
Why dost thou stay?

LUCIUS.
To know my errand, madam.

PORTIA.
I would have had thee there, and here again,
Ere I can tell thee what thou shouldst do there.--
[Aside.] O constancy, be strong upon my side!
Set a huge mountain 'tween my heart and tongue!
I have a man's mind, but a woman's might.
How hard it is for women to keep counsel!--
Art thou here yet?

LUCIUS.
Madam, what should I do?
Run to the Capitol, and nothing else?
And so return to you, and nothing else?

PORTIA.
Yes, bring me word, boy, if thy lord look well,
For he went sickly forth: and take good note
What Caesar doth, what suitors press to him.
Hark, boy! what noise is that?

LUCIUS.
I hear none, madam.

PORTIA.
Pr'ythee, listen well:
I heard a bustling rumour, like a fray,
And the wind brings it from the Capitol.

LUCIUS.
Sooth, madam, I hear nothing.

[Enter Artemidorus.]

PORTIA.
Come hither, fellow:
Which way hast thou been?

ARTEMIDORUS.
At mine own house, good lady.

PORTIA.
What is't o'clock?

ARTEMIDORUS.
About the ninth hour, lady.

PORTIA.
Is Caesar yet gone to the Capitol?

ARTEMIDORUS.
Madam, not yet: I go to take my stand
To see him pass on to the Capitol.

PORTIA.
Thou hast some suit to Caesar, hast thou not?

ARTEMIDORUS.
That I have, lady: if it will please Caesar
To be so good to Caesar as to hear me,
I shall beseech him to befriend himself.

PORTIA.
Why, know'st thou any harm's intended towards him?

ARTEMIDORUS.
None that I know will be, much that I fear may chance.
Good morrow to you.--Here the street is narrow:
The throng that follows Caesar at the heels,
Of Senators, of Praetors, common suitors,
Will crowd a feeble man almost to death:
I'll get me to a place more void, and there
Speak to great Caesar as he comes along.

[Exit.]

PORTIA.
I must go in.--[Aside.] Ah me, how weak a thing
The heart of woman is!--O Brutus,
The heavens speed thee in thine enterprise!--
Sure, the boy heard me.--Brutus hath a suit
That Caesar will not grant.--O, I grow faint.--
Run, Lucius, and commend me to my lord;
Say I am merry: come to me again,
And bring me word what he doth say to thee.

[Exeunt.]