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javierdelgado

"EL JOVEN CENSOR". RELATO SOBRE UN TÍO FASTIDIOSO DE LA ESPAÑA NACIONALCATÓLICA

"EL JOVEN CENSOR". RELATO SOBRE UN TÍO FASTIDIOSO DE LA ESPAÑA NACIONALCATÓLICA

           Para los congregantes marianos el mal tenía nombre de mujer...                                  

EL JOVEN CENSOR

 

Era un chico marcado por la necesidad de hacerse un sitio, ganar un espacio entre los espacios que sus hermanos habían recibido gratuitamente como espacios especialmente destinados a ellos. Ellos sí los tenían y los disfrutaban, pero él no. Y le dolía saberse uno en el intersticio que dejaban los otros, esos otros a quienes escuchaba respirar y enfermaba. Era algo más que envidia lo que le mataba. Se trataba de un problema de identidad.

 

Creció, pues, mirando de reojo a sus hermanos y por extensión a todo el mundo a su alrededor. Siempre había quien merecía de forma natural lo que para él seguiría vedado. Lo que deseaba no era conseguir, conquistar el premio de una mirada confortante. Lo que quería era abrir los ojos y encontrarla ante él, ya dispuesta, como esas miradas que veía iluminarse una y otra vez para los demás. Precisamente la gratuidad de esa mirada, seguramente arbitraria y por eso aún más deseable.

 

Creció, pues, sufriendo a cada instante. Su nacimiento, acaso, no había sido el nacimiento de alguien sino un pseudonacimiento entre los verdaderos nacimientos de los otros. Ni una sola palabra amable pudo nunca curarle de su mal. Y ya cumpliría los quince años. Se le había pasado lenta y decepcionante la infancia. Y ahora, enseguida, sería ya mayor.

 

Entonces encontró en el colegio la complicidad de algunos, algo parecido a la amistad. Cómplices amantes de una Virgen María muy madre, sobre todo muy madre suya, madre con ojos para él. Y esa complicidad de congregantes marianos y esa mirada pintada en aquellas escayolas le hizo, por fin, feliz. Aceptó el adoctrinamiento del cura responsable del grupo, un cura especialmente dotado para la persuasión de los adolescentes: de movimientos y gestos pretendidamente viriles y firmísimos, su voz era meliflua como un jarabe y en la intimidad su acento era una droga a la que los congregantes se entregaban con rápida adicción. Para él, este cura era una mezcla de padre y madre y hermano deseables, que le miraban tres veces bien, con todas esas miradas que no había encontrado en su familia. Y aquel encuentro produjo en el chico una transformación.

 

 Sus rudas maneras, que en el ámbito familiar le habían ganado fama de brutote más apto para los actos de fuerza bruta que para los empeños de la razón, dieron paso a una gracilidad desconcertante. Desconcertante incluso para él. Y decidió intentar establecer en su cabeza un orden intelectual, un intento de raciocinio con el que perfeccionarse y pulirse y ser mejor. Digerir las charlas de los curas, los textos de sus folletos, las enseñanzas de algunos libros píos: ésa fue su dedicación. La promesa de una madre en exclusiva (compartida, sí, con millones de seres, pero milagrosamente atenta sólo a él) era el premio constante a sus esfuerzos. Súbitamente, necesitó gafas. Al comenzar cualquier frase adoptaba una postura intermedia entre la confidencia y la oración. Algunos compañeros de clase comenzaron a preguntarse a sus espaldas si no se habría vuelto maricón.

 

A la vuelta del campamento del primer verano de su nueva vida decidió que como congregante tenía la obligación de velar por la salud espiritual de quienes le rodeaban. Y, bien rodeado de hermanos de todas las edades, resolvió dedicarse a los más pequeños, acaso porque no se sintió capaz de obrar entre los mayores, acaso porque antes convenía influir en la infancia que enfrentarse a caracteres más formados que necesitarían obviamente la atención de personas mucho más preparadas. Y así nació al oficio de censor.

 

En primer lugar, no podía permitir que su hermano más pequeño tuviera entre sus manos a menudo un libro en cuya tapa podían verse sirenas con los pechos al desnudo. Así que aprovechando un descuido del niño le quitó el libro y lo escondió entre sus propias ropas: entre calzoncillos, camisetas y calcetines no harían daño a nadie aquellos pechos escandalosamente visibles. Pero a partir de entonces comenzó para él un calvario de tentaciones: acudir al armario, abrir el cajón y tomar ese libro en sus manos le producía una inmediata erección a partir de la cual su imaginación desvariaba peligrosamente. Aquellos bellos pechos que al niño lector no hicieron ningún daño (se trataba de un librito de mitología en el que buscaba las definiciones de aquellos seres mágicos de la Antigüedad) fueron para él primero un motivo de escándalo y enseguida una tentación en la que tropezaría mucho más de lo que se sentía dispuesto a confesar, lo que le acarreó un nuevo motivo de malestar espiritual.

 

De erección en erección, los pechos de aquellas sirenas hicieron de él un muchacho dado a las visitas y a las miradas a hurtadillas: cerca de él había muchos más pechos femeninos que en las tapas de aquel libro, y aunque ocultos bajo la ropa su mirada podía imaginar las formas de aquellos paraísos que le estaban poniendo a las puertas del infierno. Aún más: a veces, sólo a veces pero suficientes veces, los frutos femeninos se mostraban algo menos cubiertos o más móviles de lo habitual. Se diría que todas aquellas señoras tenían algo de sirenas y que tramaban una venganza contra él. Dulce venganza, pero peligrosa. Sus rezos aumentaban cuanto más aumentaba el tamaño de su obsesión entre las piernas. Afortunadamente, los ojos de las escayolas nunca variaron ante sus miradas. Había un refugio en ellos y en ellos se refugió.

 

A medida que su imaginación imaginaba cada vez más frecuentemente lo que no debía (según su confesor), su celo censor también aumentó y más frecuentemente buscaba ejercer esa tutoría moral que se había impuesto. ¿Podía ser un ángel de la guarda de su hermano pequeño? Acaso esa blanca tarea compensaba de algún  modo sus torpes tropiezos en la oscuridad. Su hermano, pues, se convirtió de ese modo para él en un alter ego en pequeño, un sujeto sobre el que ejercer no sólo la tutela sino la orientación espiritual. Pronto fantaseó que ese pequeño era él pero más pequeño, sencillamente alguien que sólo se diferenciaba de él mismo por la edad. Y estaba a tiempo de impedir, con su ayuda, que al pequeño le sucediera lo mismo que a él cuando fuera creciendo. El premio, su premio, que recibía en el más absoluto de los secretos (no era pecado, no había que contárselo ni al confesor) sería recibir como si a él mismo estuvieran dirigidas, esas miradas que nunca recibió. Al fin y al cabo, ¿no estarían muchas de ellas motivadas por un comportamiento del pequeño del que él tenía cierta responsabilidad?

 

La idea era sencilla (pues difícilmente hubiera podido concebir una complicada): observando su propio caso, su entrada como de un empujón en aquel mundo de continuas tentaciones de la carne, pensó que seguramente su propio vivir hasta hacía bien poco desprevenido de los peligros había facilitado las cosas al maligno instigador de sus caídas. Así pues, tenía que advertirle cuanto antes al pequeño de todo aquello que se le vendría encima, si no inmediatamente, a no mucho tardar.

 

Pronto encontró la forma de acercarse a su objetivo. Con otros congregantes organizó un breve campamento de verano especialmente concebido como escuela moral. Ni más ni menos. Poco importaría que en el lugar escogido (la chopera del pueblo de uno de los amigos) no hubiera montes ni valles, vegetación ni monumentos: habría doctrina, mucha doctrina. El calor, la suciedad del riachuelo, los mosquitos, la falta de objetivos para las excursiones (“marchas”, en el lenguaje militarizado de la Congregación), ¡qué más daba! Lo importante sería poder tener todo el tiempo del mundo para las charlas formativas.

 

Consiguió mucho más fácilmente de lo que imaginaba el permiso paterno. Y en cuanto al pequeño, tampoco opuso resistencia. Más bien parecía darle todo igual. El chico se dejaba, literalmente, llevar. Y se lo llevó.

 

Durante los diez días que duró aquel simulacro de campamento los tres jóvenes jefes dedicaron bastante tiempo a explicarles a un puñado de niños de diez años los peligros que acechaban en el mundo exterior. Fuera de sus casas y de sus colegios, un  sin fin de personas intentarían acabar con su inocencia y hacer de ellos presas del pecado, especialmente del pecado más pecado y peor. Para que lo entendieran más fácilmente, les contaban historias que llevaban copiadas del  librito de un jesuita francés.

 

Unos niños salen del colegio. En la acera de enfrente hay un coche aparcado. Cuando los niños se acercan, una mujer abre la puerta y con un movimiento de sus piernas ofrece los muslos a sus miradas. Otros días la mujer, ésa u otra pues las hay a cientos en cualquier ciudad, buscarán con sus gestos obscenos atraer las miradas infantiles (“de vuestra misma edad”, insisten los tres jefes) y hacerles pecar, pues está claro que en sus mentes la semilla del mal germinará con el tiempo y dará su maldito fruto de mal. Pero en ese momento se aproxima directamente al coche un congregante (“como nosotros”, concretan los tres jefes) y dirigiéndose a la mujer le dice que acabe inmediatamente con aquello, que piense en sus propios hijos y sobre todo en su madre y en las madres de todos esos niños que han traído al mundo para gloria de Dios y no para ser pasto del demonio. La mujer, avergonzada y llorosa por las palabras del congregante, poco tardaría en confiarse a un sacerdote y encontrar el perdón y la orientación de una nueva vida.

 

En el metro de París van muchos niños camino del colegio. Inopinadamente, un joven y una joven (“de nuestra edad, más o menos”, aclaran los tres jefes) comienzan a desnudarse, a la vista de todos. Desnudos ya, comienzan a besarse y a tocarse. En pocos minutos están copulando en el suelo del vagón. Sus lascivos movimientos y las palabras que los acompañan mantienen a los niños paralizados de horror. Entonces un congregante se acerca a la pareja y con su propio abrigo cubre sus cuerpos al tiempo que les ruega dejen aquello. Si ellos quieren condenarse, no lleven consigo a esos niños cuyas miradas pueden recordarles las suyas propias cuando eran pequeños. ¿Recuerdan cómo era su vida entonces, limpia y resplandeciente a los ojos del mundo y de Dios? Sus madres que seguro que dedicaron sus mejores afanes a su cuidado y educación, si conocieran sus malos pasos de ahora, ¡cómo llorarían! La pareja enrojece a las palabras del congregante, se cubre con sus ropas y se recluye en un rincón. No pasaría mucho tiempo antes de que uno y otro encontraran la guía de un sacerdote. Casarían cristianamente y darían hijos, muchos hijos a Dios.

 

Pasaron los días de aquel campamento. El hermano pequeño no había dicho en ningún momento nada que dejase ver cuáles eran sus pensamientos. Decidió comportarse con su hermano como lo había hecho hasta entonces, es decir, inmiscuyéndose en todo lo que hacía. Incluso acrecentó su celo censor. En los años siguientes, cada vez que veía a su hermano pequeño leyendo algún libro se acercaba y quitándoselo de las manos le preguntaba: ¿Qué estás leyendo? ¡Esto no es lectura para tu edad! Así requisó varias obras cuya lectura, pues se atrevió a leerlos, le impresionó. Nunca supuso que aquellos autores escribieran tales cosas. En el colegio habían dicho que no eran en absoluto autores recomendables ni siquiera para los adultos. Leyendo aquellos libros, y los que vinieron después, comenzó a perder la seguridad en muchas cosas. El caso es que no mucho después vivió su gran crisis de fe. De altares y escayolas sólo quedaban un montón de cenizas y un rechazo crónico de la purpurina.

 

Siguió, eso sí, buscando unos ojos como aquellos ojos a los que tanto había cantado en su adolescencia y primera juventud, lo que le hizo enamoradizo e inseguro. Siguió mirando de reojo a su hermano pequeño, al resto de sus hermanos y en general a todo el mundo. Muchas fotografías guardan impresa esa mirada empequeñecida por la, inseguridad, la envidia y la desconfianza.

 

A raíz de su segundo divorcio, en la mudanza encontró entre sus cosas aquel pequeño libro de mitología en cuyas tapas algunas sirenas lucían sus pechos al aire. ¿Qué pensaría su hermano pequeño de él? Tuvo el impulso de llamarle inmediatamente por teléfono, pero lo dejó.

 

1 comentario

jesus -

esta mas buena sobre todo sus melones que yeba adelante y de su culo ni que decir como quisiera tenerla aqui para cacharla