ADIOSES, 3: LA SELVA
La selva
Estas selvas guardarán mi secreto pero no lo salvarán de la putrefacción. Voy a pudrirme poco a poco en las entrañas de unas tierras que ni amo ni estoy dispuesto a conocer. A orillas del río el agua es más caliente pero también más turbia. ¿Pasó él cerca de aquí o bajó por el centro de la corriente? ¿O está esperándome bajo la superficie, acaso enredado en las plantas, esas plantas que me han salvado hiriéndome? No me atrevo a mirar. Cierro los ojos. Tendría que abrirlos, levantarme y huir. Pero no me muevo. El olor nauseabundo de este limo ha penetrado por completo dentro de mí.
Escucho alarmado, escucho entre las plantas de la orilla el sonido de un rítmico chapotear, ¿unos pasos? ¡Es el viento! ¡Pero no es el viento! Sobre mi cabeza, en el cielo, el reflejo de las turbias aguas del río: fluyen allí en lo alto, también, corriente abajo, entre nubes, y acogen bandadas de aves desconocidas. Arriba y abajo estoy solo. ¡Pero ese ruido, ahora! ¿Tendré que escuchar esos pasos entre las plantas de la orilla hasta morir? Nada se mueve a mi alrededor, estoy seguro. No hay nadie a mi lado, ¿de dónde podría venir? Tampoco una fiera distinguiría mi tenue olor humano en medio de este inmenso hedor vegetal y mineral abrumado por la podredumbre.
He dormido. Siento la carne flácida, sin músculos. La piel está tan arrugada y viscosa que al tacto no la reconozco mía. Tengo en la boca un sabor nauseabundo, respiro a través de él, está en mis entrañas, soy todo yo una bolsa de basura calentándose al sol. Porque ahora calienta. Pesa su luz en mis espaldas como una gran mochila, inmovilizándome. Tengo que sacar fuerzas para salir de aquí pronto: las babosas han hecho presa en mi cuerpo y los mosquitos sólo esperan a que se entibie el aire. Y por el agua también un gran peligro puede venir. Hacer un esfuerzo. ¡Pero con qué!
Borrosamente distingo los colores de la tierra frente a mis ojos. Me escuecen los ojos. Los párpados se han inflamado y supuran. Apenas puedo abrirlos. Volviendo la cabeza he visto el bulto de mis brazos, los dos al mismo lado del tronco. ¿En qué postura estoy? No me siento las piernas. Parece que flotaran: se mecen en la superficie del agua, ¿o no es así? No puedo moverme y verlas. Puedo reptar, eso espero.
El sol se ha abierto paso por entre un claro en la bóveda vegetal y me cae de lleno sobre la cabeza que, empapada como está, parece querer hervir. Costras de barro se secan en mi pelo, tiran de él. Tengo que hacer algo con mis manos: mojarme, moverme, taparme. No quiero abrir los ojos porque sólo intentarlo resulta doloroso y decepcionante. Trago, sin querer, arena con el agua que me alcanza la barba. Aprieto los dientes para hacer con ellos un filtro. Las encías palpitan locamente, parece que los dientes y las muelas se me fueran a caer.
Me ha despertado un pájaro. Con su pico puntiagudo me ha herido en una mano. Veo sus vivos colores en movimiento. Al batir sus alas me llena las narices de olor a carroña, un olor que me invade y vomito bilis: no tengo nada más dentro del cuerpo y me estoy muriendo de hambre y de sed. Esta agua no hace sino quemarme las entrañas.
El pájaro son varios pájaros. Uno de ellos se ha posado durante sobre mi propia espalda: sus garras dolían como puñaladas. Haciendo un gran esfuerzo he conseguido estremecerme y se ha asustado. Pero volverá. Si estoy tan quieto seguro que volverá. Y no será el único que se apodere de mi espalda. ¿Habré de morir mientras me comen a picotazos?
El dolor de las babosas me ha hecho reaccionar, estoy de rodillas. No sé cómo, pero estoy de rodillas. El instinto de supervivencia me ha empujado. Mi animal más oculto se ha hecho cargo de mí. Sólo él puede salvarme. Ahora lo sé. Tengo que concentrarme absolutamente en él, convocarle, ponerlo a trabajar para mí, o estoy perdido. ¿Pero qué medios emplear para comunicarme con él?
He debido de dormir durante mucho tiempo. La luz es ahora mucho menos intensa, el agua se ha enfriado, el olor vegetal tiene muchos más matices, casi huele bien. Cerca de aquí tiene que haber alguna clase de flores: su perfume llega perfectamente distinguible hasta mí. No puedo abrir los ojos. Son dos grandes volcanes arrojando intermitentemente grandes oleadas de dolor al cerebro. Percibo movimiento a mi alrededor, el movimiento sigiloso de seres pequeños para los que acaso yo represento un peligro. ¡Es para morirse de risa! La postura de mi cuerpo ha hecho de mi columna vertebral un arco tensado cuyas flechas se clavan, una tras otra, con el ritmo preciso de mi pulso, en mi interior. Es imposible continuar así, pero no veo la forma de moverme, no siento los mandos, olvidé los resortes. Sólo puedo mover la cabeza, y aún eso me produce dolores tan intensos que prefiero no hacerlo.
¡Me han picado en el cuello y me han salido lágrimas de dolor! Me arrojo inmediatamente contra el suelo, extiendo todo el cuerpo, la fatiga me ahoga pero tengo que moverme hacia más adentro de la orilla, hacia ese intrincado interior que vi desde el río mientras lo navegué. ¡Cuánto hace ya de eso! Intento hacer fuerza con los dedos de mis manos, utilizarlos como haría un alpinista erguido en una pared. Dependo de mis dedos. Esta idea es nueva y debe de haber venido de un centro interior fiable, de un efectivo puesto de control. Tengo que obedecer al instinto que aún lucha por mí. No acierto a sentir claramente la forma de las cosas: mis manos se han hinchado y están entumecidas, pero haré con mis dedos un par de garfios que horaden la arena. Me arrastro extrañamente. Primero doblo las piernas bajo mi vientre, después me lanzo de cabeza contra el suelo, hinco mis dedos en la arena y vuelta a empezar. Me imagino ser una enorme larva en movimiento.
No sé cuánto he avanzado, pero mis pies están fuera del agua, todo yo estoy fuera. Las piedras de la orilla están cada vez más frías: es la noche que llega pero es también mi entrada en la selva. Si pudiese abrir los ojos. Si los pudiese abrir.
¡No! ¡Ahora no puedo dormirme! ¡Tengo que seguir avanzando hacia la espesura! ¡Tengo que alcanzar algo comestible para sobrevivir! Ya noto bajo mi cuerpo las raíces menos profundas de algunos árboles y también unas hierbas más altas. No sé cómo he sido capaz de llegar hasta aquí. El frescor de la tarde me ha salvado. Bajo el sol era hombre muerto, condenado sin remisión. El frescor de la tarde trae las lluvias. ¿Lloverá esta noche? Si lloviera bebería agua limpia y limpiaría mis ojos. Si sigo así corro el riesgo de quedarme ciego. Es curioso que ahora caiga en la cuenta: cuando estaba más muerto sólo podía sufrir y gemir; ahora deseo estar mejor, lucho por conseguirlo. ¡Viviré!
Me ha despertado la lluvia. Vuelvo la cara y me llega el agua como un río vertical, potente, agresivo. Llueve como si el agua pesara mucho en el aire. Abro la boca y bebo y me sienta bien. Me estremezco de calambres de hambre, pero ¿qué comer? Agarro las hierbas que alcanzo con mis manos y las meto en la boca, las mastico y trago. Tengo que hacer esfuerzos para no vomitar enseguida. Cojo más hierbas y vuelvo a empezar. Mientras, el agua de la lluvia me entra por la boca y las fosas nasales, me ahoga, pero también disuelve la pasta en la que mis dientes convierten estas hierbas. ¿Qué hierbas serán? Sean las que sean, les pondré mi nombre. ¡Yo os bautizo, Herbas…! ¡Pero no con mi nombre! ¡Nadie, nunca, debe saber que yo estuve aquí! ¡Estuve! ¿Ya me veo salvado y de regreso? ¿De regreso a dónde?
¡Ahora sí son voces! ¡Voces humanas! ¿O pájaros? Intento abrir los ojos. El dolor es terrible. Arden en sus cuencas y el agua parece atizar el fuego. Por un resquicio entre párpados puedo ver unas sombras agitarse a mi lado. Todo mi cuerpo se ha estremecido ahora y evacua por la boca y por el ano una papilla, resultado de la ingestión de hierbas. El susto por la cercanía de esas sombras me ha producido estos espasmos que mis entrañas aprovechan para deshacerse de sustancias que no han podido digerir. Oigo las voces alzarse más seguras. Parece que me nombran, me describen, informan de mi presencia. ¿Pero a quién?
No quiero enterarme, no quiero abrir los ojos, no quiero saber nada sobre quienes me arrastran y me golpean. Me han tirado del pelo y he cerrado muy fuertemente los ojos, el instinto me dice que mejor no los miro y que mejor que para ellos no haya una mirada que les revele mi pánico y mi sumisión. Me recorren con palos, parecen sorprendidos por esta presencia inesperada de un cuerpo de apariencia humana. Seguramente no nos parecemos en nada. ¿Se dan cuenta de que soy humano? ¿Qué inquietud les afecta, que ahora gimen y gritan? Hago un esfuerzo sobrehumano para no abrir los ojos. Si los abro acabarán conmigo. ¿Pero por qué lo sé? Porque yo habría hecho eso mismo en su caso, de eso estoy seguro. Ante un ser peligroso que te mira a los ojos no hay opción: eres tú o él.
Yo soy un peligro. He llegado hasta aquí.
Ahora recuerdo cómo comenzó este viaje, los rostros de los marineros, el poderoso impulso de las aguas por las que navegamos y la excitación que se adueñó de todos nosotros momentos antes de la última catástrofe. ¿Han encontrado a mis compañeros río abajo? ¿Ha sobrevivido alguno? ¿Qué han hecho con ellos?
Sus voces son ahora más calmadas pero más insistentes en unos sonidos que repiten una y otra vez. ¿Me están preguntando algo? ¡Qué puedo hacer! Me vuelvo contra el suelo, hundo de nuevo mis dedos en la arena e intento avanzar en dirección contraria al curso del río, que murmura a mis pies.
Creo que me he quedado de nuevo dormido porque ya es de noche y no la he sentido venir. No hay nadie aquí ahora. Me parece que estoy solo, absolutamente solo tendido en el suelo, como recuerdo que estaba la última vez. Mi estomago pide a gritos algo de alimento. ¿Pero qué puedo darle de comer? Ahora es mi aliento el que huele a carroña. Todo mi cuerpo, una inmundicia, una hez. ¡Pero estoy desnudo! ¡Esta gente me ha quitado la ropa y se ha ido! ¿Por qué y para qué? Siento mucho frío y también mucho calor: es la fiebre, que me consume.
A mi alrededor sólo hay oscuridad y extraños sonidos.
He llegado hasta este confín del mundo para morir en silencio, tendido en el suelo, desnudo en la oscuridad.
¡Qué larga es esta noche!
¡Me aterra seguir vivo cuando llegue el amanecer!
Animales de la selva, ¡matadme!
Salvajes de la selva, ¡acabad ya conmigo!
¡Dios mío, llévame!
En esta oscuridad no hay un solo sonido que me dé la bienvenida, ni una señal de que mi llegada sirve para nada, para nadie.
¡Hace ya tanto tiempo que partí!
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