EL SILENCIO Y LA MUERTE
EL SILENCIO Y LA MUERTE.
Siempre ha estado ahí la posibilidad del silencio. Del silencio total. Muy joven, casi todavía un niño, pensé hacerme cartujo. Más que nada por eso del silencio. Era una forma de vida que ponía en cuestión toda la vida tal y como la conocía(mos). Algunas tardes de jueves cogía el tranvía del Parque y luego el trolebús del Gállego y después andaba no sé ya por dónde hasta la Cartuja de Aula Dei, a cuya puerta me acercaba sintiendo la naturaleza y la arquitectura en su magnifica tranquilidad. A veces me asomaba por la portería, en la que un viejo monje (o a lo mejor no tan viejo, pero a mí me lo parecía) exhibía la notable contradicción de su cabeza totalmente afeitada y su larga (“luenga”, correspondería) barba. La sonrisa del monje (de los diversos monjes que veía en la portería) no era lo que se dice una sonrisa de alegría. Eso, dicho como entonces, “me mosqueó”.
Leí algunos libros de cartujos y sobre cartujos. Siempre he mantenido una mirada atenta hacia ese mundo “mudo”, pero el que yo quisiera sería un régimen colectivo de mudez total, en la que sólo se fuera realmente partícipe del silencio. (Hace poco acudí a los cines “Renoir” a ver una pelicula titulada, precisamente, “El silencio”, dedicada a la vida en una gran cartuja. Me cabrearon - el verbo es mío de ahora, pero ya dicen “me rayaron” para eso - me cabrearon mucho los reiterados mensajes “evangélicos” que aparecían escritos en la pantalla, un despropósito).
Lo que quiero decir es que desde muy niño (porque la cosa comenzó mucho antes, en los largos meses de encamamiento total a los que me obligaba un médico excesivo y cenizo, convencido de que cada enfermedad que tenía, aunque fuese un catarro, era mi última enfermedad…) tuve la experiencia del silencio como experiencia intensa y gratificante aunque también obligada y molesta.
Resumiendo mucho, los años pasaron y me hice a la idea de que un hombre vivo es un hombre con voz (entonces en España con poca voz y, desde luego, sin voto), de que vivir y expresarse constituían una sola experiencia. De modo que me parecía que debía decir lo que se me ocurría, ¡incluso decir, dado el caso, que no se me ocurría nada! Una y otra cosa no porque yo creyera que mi opinión fuese especialmente atendible, sino, lo primero, por no dejar de aportar algo por si a alguien le servía y, sobre todo, para animar a l@s demás ha expresarse; lo segundo, más que nada para no dar la impresión de que con mi silencio escondía nada: una idea importante pero no compartible, algo secreto, etc.
La cosa estaba clara: estar vivo conllevaba decir siempre lo que se piensa y se siente (con las cautelas que se quiera), con la idea de que si todos los seres humanos hicieran otro tanto la humanidad se enriquecería en esa comunicación y cada cual podría entender muchas cosas que sin escuchar la opinión de otros jamás llegaría seguramente a entender. Vivo y comunicativo. Si estás vivo, sé comunicativo, esa era la cuestión. Una actitud que pronto me deparó sorpresas (algunas bastante desagradables): porque no todo el mundo comunicaba lo que pensaba y sentía y, más aún, porque no todo el mundo aceptaba que otro (por ejemplo, yo) se expresara con entera libertad.
Desde luego, casi nadie entre los adultos, y menos aún los que parecían tener algún poder de decisión sobre lo que podíamos o no podíamos hacer los demás. Eso (y la temprana visión de las tremendas palizas que la policía les daba a l@s estudiantes en la Gran Vía, estoy hablando de la Zaragoza de 1967, 1968…) me hicieron a los trece años radicalmente antifranquista (dicho sea con expresión que por entonces no era mía), pero también y, sobre todo, “antiautoritario”, que sí sabía entonces lo que quería decirse con esa palabra. Un antiautoritario que no estaba dispuesto a bajar la cabeza ni ante la autoridad de los curas del colegio, ni ante la autoridad paterna, ni (de quinto de bachiller en adelante), ante la autoridad académica (del instituto Goya, de la Universidad…).
La cuestión del silencio ya no se me volvería a plantear nunca durante muchos años como una opción vital. No hasta hace unos diez años.
Sí hube de aprender (y rápido) a darme cuenta de cuándo, ante quiénes y qué cosas hay que callar. Así, en la Primera Semana de Cultura Aragonesa (marzo de 1973) en la que participé junto a mi amigo Luis Ballabriga leyendo algunos poemas, uno del público me preguntó por la censura. Tras un silencio, contesté: “La censura es inefable, así que no hablaré de ella”, lo que fue perfectamente comprendido por quienes me lo escucharon y provocó muchas risas. (Ese “uno del público” resultó ser el médico y camarada del PCE Paco Lapresa, al que muy pronto me presentaría Vicente Cazcarra precisamente para comentar todo lo sucedido en aquella Semana de Cultura). Pero ese silencio de la prudencia no me parecía propiamente silencio, sino más bien una defensa obligada de la posibilidad de seguir hablando, una táctica para, en realidad, conseguir hablar. (Hoy mismo, ahora mismo, sé que hay muchas cosas que debo callar… si quiero seguir hablando, si quiero facilitar que los demás hablen, si quiero seguir vivo…)
Decía que lo del silencio total sólo se me volvió a plantear hace unos diez años. Acababa de abandonar la actividad militante cotidiana (entonces en el PCE y en Izquerda Unida), que prácticamente no había abandonado desde los dieciocho años y había cumplido los cuarenta y cinco. Lo intenté: me planteé seriamente callar, en todas sus manifestaciones (o evitar todas las manifestaciones del comunicar). Lo que ocurrió fue un colapso. Y ese colapso me puso ante la muerte como única opción de silencio coherente. Callar. No estar. Desaparecer. Morir.
Entonces, curiosamente, pensé que mi muerte hablaría de mí o, lo que no era lo mismo, hablaría (¿durante cuánto tiempo?) como muerto. Dejaría a la muerte la voz que tuve en vida, incluso algo más: la interpretación de cuanto dije antes de morir. En realidad, no sería la muerte propiamente mía la que hablaría por mí, sino la voz de quienes, vivos, dedicasen un minuto a hablar de lo que yo hablé. Y eso no me gustó. No me gustó nada. Para hablar mis palabras ya estaba yo mismo. Bien vivo. Mi muerte no. Y nadie sobre mí, o de lo mío, sino yo.
En medio de aquellas contradicciones insoportables vino el obsesivo acoso a la idea de una vida en silencio, en el que cuantas más fuerzas empleaba más fuerzas perdía y que cuantas más ilusiones generaba más sórdida esa existencia me parecía ofrecer. La enfermedad, la depresión, se instaló.
¿Qué había sido antes: la idea del silencio toral o el inicio de la depresión?
(Contínuara. O no).
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Antonio -