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javierdelgado

LA MIRADA DEL OTRO. LA MIRADA DEL PADRE. MÁS RECUERDOS DE INFANCIA.

LA MIRADA DEL OTRO. LA MIRADA DEL PADRE. MÁS RECUERDOS DE INFANCIA.

 

Si digo que le debo la vida a mi padre no me estoy refiriendo a lo que todo mamífero debe a su progenitor. Me refiero a que durante muchos años (por lo menos los primeros dieciseis años de mi vida) sobreviví gracias a mi él. Sobreviví no sólo por lo que generalmente sobrevivimos gracias a nuestros padres (alimentos, manutención, etc.), sino porque realmente hubo varias ocasiones, sobre todo en los primerísimos años de mi vidad, situaciones en las que estuve a punto de morir (y los médicos me dieron por imposible).

 

De las primeras ocasiones de morir, siendo aún bebé de pocos meses, no tengo sino el recuerdo de la narración, una y mil veces repetida, de lo que ocurrió, la narración especialmente detallada de mi padre. De lo que ocurrió a partir de mis dos años sí que tengo recuerdos personales, recuerdos, algunos de ellos, muy vívidos (más de escenas con mi madre que con mi padre, pero también con él).

 

 Muchos de esos momentos tienen lugar cuando yo estoy enfermo y mi padre me administra medicinas (incluso aprendió a poner inyecciones para ocuparse él mismo de las  - muchas – que me tenían que poner, aunque pronto abandonó esa tarea en manos de un practicante – Don Dionisio García, “practicante” – cuya presencia intermitente acompañó mi infancia y mi primera juventud con su fino bigote, su penetrante mirada, sus movimientos precisos y el olor del alcohol al quemarse para desinfectar las agujas; el olor y el color azulado de su llama domesticada en el pequeño estuche metálico en el que ardía).

 

Mi padre, al administrarme tal o cual medicina, me miraba con ojos de gran preocupación. Esa mirada (muchas veces entrevista bajo los efectos de la fiebre o del agotamiento) me transmitía un tremendo sentido de la gravedad de mi estado, un estado que, sin duda, tal era su mensaje, podía fatalmente agravarse en cualquier momento, en ese mismo instante preciso en el que mi padre me estaba mirando, escrutando en mi semblante los signos de la gravedad de mi enfermedad.

 

Mi padre (también recuerdo los ojos de mi madre cargados de negras premoniciones, pero los de mi padre resultaban especialmente inquietantes) trabajaba mucho muchísimas horas al día y cuando llegaba a casa aún tenía trabajo que hacer. Por eso sus ratos de relación con sus hijos eran escasos (aunque siempre, siempre hizo “un hueco” para entregarse a nuestro cuidado en todos los sentidos del cuidar), sobre todo en aquellos duros años cincuenta en los que siete hijos (la octava hija llegó en 1960) exigían una dedicación laboral se puede decir que estrema para “sacarnos adelante”. Lo que quiero decir es que para unb niño, en casa, que su padre le atendiese un rato, dedicase un rato exclusivamente a él, era una situación excepcional.

 

La enfermedad, por supuesto, era una de las razones por las que mi padre “haría un hueco” cada día para ver a un hijo aunque sólo fuese unos minutos. Por cierto: mi padre ha sido siempre (y lo sigue siendo a sus noventa y un años) un hombre sanísimo, que apenas ha pasado en toda su vida, y sólo ya de mayor, algunas semanas en la cama. Eso le ha producido seguramente cierta dificultad para comprender la especial situación de alguien enfermo, pero su espontánea generosidad ha cubierto esa distancia siempre con mayor o menor fortuna. Porque hay experiencias, como la enfermedad (sobre todo la enfermedad recurrente, repetitiva, intermitente, de alguna gravedad, etc.), que si no se han vivido no se pueden del todo comprender.

 

El caso es que mi padre me administraba las medicinas y me miraba. En su mirada, llena de aprensión, podía leerse (al menos, eso era lo que yo leía cuando él me  miraba en esas circunstancias) una radical inseguridad en el efecto de las medicinas. No por las medicinas, sino por aquel niño enfermo que habia estado a punto de morir dos o tres veces al poco de nacer. Los ojos de mi padre manifestaban una grave duda en la capacidad de ese niño para aprovechar los efectos beneficiosos de las medicinas (por lo demás, caras, según el niño podía escuchar con frecuencia), en cierto modo estaban diciéndome que lamentablemente mi debilidad congénita suponía un obstáculo poco menos que insalvable para cualquier medicina con la que se me quisiera sanar.

 

Por supuesto, el niño que se veía juzgado así en la mirada de su padre tenía varias posibilidades a su alcance, no todas buenas. Una, desde luego, era la posibilidad de confirmar a su padre su penoso juicio sobre él y acabar muriéndose cuanto antes, con lo que, además, dejaría de ser un gasto añadido a los muchos gastos familiares. En cierto modo, esa confirmación, ese darle la razón a su padre, resultaba una tentación bastante notable: su padre, al fin y al cabo, se lo merecía. ¿Cómo pretendía ese niño contradecir a su padre, que sabría seguramete muchísimo más, más desde luego que el propio niño, sobre él? De entre todas las demás opciones, la otra verdaderamente relevante (no una variante de la primera) consistía en demostrarle a su padre que estaba felizmente equivocado, que su hijo era  capaz de superar la enfermedad (al menos esa del momento, quién sabía si las que vinieran después), aprovechar las medicinas por él administradas, reponerse y salir al mundo ya sin la ayuda de él.

 

Ponerse bueno, por tanto, era mucho más que una tarea física, una positiva reacción al tratamiento médico y a los cuidados familiares. Ponerse bueno era una opción personal que requería una decisión en respuesta (también) a la  mirada del padre.

 

Llevo vivo ya cincuenta y cinco años y he estado muchísimas veces enfermo, de modo que sé de lo que hablo cuando digo que la salud, la supervivencia, el deseo de vivir, etc., conllevan una carga profunda de concentración psicológica en ese objetivo. Una concentración que, niño y no tan niño, ha de conseguirse a pesar (¿o por ella misma?) de la suposición de que uno no va a salir de ésta. Siempre, cada vez que se produce una enfermedad puede ser fatal: por fin ha llegado la enfermedad que confirmará los temores de mi padre sobre su hijo: ese hijo no tiene fuerzas para curar y, haga lo que haga y se haga lo que se haga por él, va a morir.

 

¿Estoy aún a tiempo de entregarle a mi padre mi cadáver de un hijo muerto, por fin?

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