RELATO:ABANDONO
ABANDONO
Cae la tarde sobre una inmensidad de día interminable durante el que nadie pudo estar quieto, abandonarse a sus rutinas cotidianas. Es el último día y han recogido, aún siguen ahí dentro, la casa. Esa misma noche volverán a la ciudad y acabará un verano. Saber eso es conocer la sentencia y el castigo: por ser niño, pasará los días en el colegio, esa prisión dominada por oscuras voces hostiles y pequeñas traiciones infantiles. Cae la tarde y las hojas de la chopera brillan como estrellas de un firmamento vegetal. Los almendros cercanos exhalan el penetrante perfume de su resina todavía líquida entre la rugosidad de sus troncos. Hay un olor veraniego desleído: la intensidad de los días de julio y de agosto ha dado paso a esta simulación del buen tiempo en el que los olores se diluyen y se hacen tenues y olvidadizos. La tierra, las plantas, las piedras, todo se está enfriando y el buen tiempo, la buena vida, el paisaje de la libertad, se cerrará de repente de un portazo nada más entrar en el colegio, con los primeros vientos del otoño.
Aún permanecen los rastros de los juegos en los caminos, en las paredes, bajo los setos, rayando las baldosas brillantes del porche donde está sentado, ese porche en el que tantas horas ha debido pasar sentado, las piernas desnudas al sol y el pecho cubierto a la sombra, mientras observaba el ir y venir de sus hermanos por toda la finca. Ha odiado ese porche hasta llegar al amor que ahora le tiene. Cada línea recta y cada cuadrado, cada grieta del yeso, cada evidencia del cemento, todo eso es su mundo apacible, su refugio, aunque al principio fuese un lugar impuesto vinculado incomprensiblemente a la obligación de sanar. La medicina, los médicos, el cuerpo y la enfermedad. Mañanas enteras en silencio frente a los caminos de la finca por los que aparecen y desaparecen sus hermanos embebidos en búsquedas y juegos prohibidos para él. El reposo de un niño de cinco años. Se concentra y está en la copa de un chopo. Se concentra y tiene una lagartija en la mano. Se concentra y huele la raíz del regaliz de palo. Se concentra y está sudando junto a los demás, riendo con ellos, descubriendo con ellos algún tesoro que seguramente alguien enterró para él. Lo compartirá con sus hermanos, todos le amarán, vitorearán felices su nombre y él bailará la danza de los indios a la luz de la luna.
Dentro de la casa se oyen aún ruidos, frases sueltas, preguntas. Las sombras se alargan, los colores se confunden. Un frescor reciente transmite la inquietud del final.
Pero ya van saliendo. Unos con bultos, otros con maletas, aquel con su bolsa...Uno a uno han ido saliendo de la casa por la puerta del porche, lo han atravesado, han bajado los cuatro escalones de cemento (cálida patria de las hormigas), han ido hasta el camino donde ya el padre abrió el coche. Puede oler la goma y el metal caliente con sólo ver el brillo del cristal trasero. Mamá sale también, con la pequeña de la mano, mirando siempre al frente, hacia los otros, que ya suben al coche, riñen, ríen. Chirrían como siempre los muelles de las puertas. Alguien viene de vuelta corriendo, salta los escalones y grita, con la felicidad de quien ha resuelto un problema:
- ¡Las llaves estaban puestas! ¡Os las habíais dejado en la puerta!
Sus pasos urgentes en la grava del camino. El frescor general, las sombras que dominan casi toda la finca. Suena el motor del coche. ¡Se van! ¡Se van sin él! ¿Nadie se da cuenta de que no está en el coche? ¿Nadie se acuerda de él? ¡Le han abandonado! Una tristeza mortal le impide hablar, gritar, hacer ningún gesto. Está paralizado por la tristeza, la incredulidad, el dolor, la rabia, el odio. Algo se ha fundido dentro de su pecho y hace daño, mucho daño. Es frío pero quema. Le arde la garganta. Querría cerrar los ojos y no ver cómo avanza el coche hacia la verja, la traspasa, se detiene, una sombra se ocupa de cerrarla tras su paso. ¡Se han ido y se han ido sin él! ¿Eso es él para todos? La tristeza se ha hecho angustia. Se ve a sí mismo, ya en la oscuridad, ridículamente sentado en el porche con las piernas desnudas y la camiseta. Se pregunta una y mil veces cómo puede ser que nadie de su familia se haya dado cuenta. ¡Ni su padre, ni su madre! ¡Ninguno de sus siete hermanos! Se han ido entre risas. ¿Puede ser una broma? Si es eso, si vuelven, no van a encontrarle allí, helado de frío, empapado en el llanto.
No quiere que vuelvan. No quiere que vuelvan nunca. Junto a esa pena insufrible le ha nacido en el pecho una extraña sensación de libertad.
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