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javierdelgado

LA LINEA

LA LINEA

Acababa de escribir una frase. Ahora cambiaría de línea, para que así el esquema fuese más claro a primera vista, el esquema de su plan inmediato de trabajo. Durante varios días le había ido dando vueltas en la cabeza, perfilándolo, concretándolo, mientras sentía crecerle un entusiasmo conocido pero hacía tiempo no sentido. Esa mañana, mientras escribía epígrafes y notas, todavía un apunte a desarrollar, todavía un tanteo de asuntos, acciones, fuentes, plazos, materiales, fuerzas, mientras iba hilvanando esas ideas que se habían ido abriendo camino hasta la escritura, tenía la certeza de tener un oficio intelectual, técnicas y rutinas con las que manejarse a través de los asuntos de tal forma que a partir de una ligera idea surgieran racimos de frutos que poco a poco madurarían, hasta ser publicados y difundidos. Era satisfactorio ese momento matinal de recoger en el cuaderno, como materia prima ya escarbada en el cerebro, ya identificada y seleccionada, aquellas líneas que apuntaban certeramente a una producción concreta. Y entonces cambió de línea.

 

¿Qué pasó? Allí, a lo lejos, estaba la letra muerta de cuanto acababa de escribir y aquí, en esta línea inmediatamente inferior, había surgido una quiebra tectónica, un abismo se interponía entre el él de ahora mismo y quien hubiera estado escribiendo hasta la línea anterior. Aquel y éste se habían separado súbitamente. Y a éste que miraba atónito el cuaderno se le apagaron las bombillas: había desaparecido el interés, las ganas. En su cerebro ahora sólo había un silencio espeso y doloroso, muy doloroso. Se asustó. ¿Qué mecanismo había disparado aquella tragedia? ¿Dónde estaba el interruptor del apagón? ¿Y qué mano, o resorte mecánico, electrónico, como fuera que fuese, o reacción química - siempre pensaba en reacciones químicas – había accionado el interruptor y le había dejado a oscuras. No propiamente a oscuras, sino envuelto en una luz lechosa, cercana a la materialidad del yeso, una luz paralizante o que él mismo paralizaba, quizás precisamente a causa de una reacción química que hubiera tenido lugar en alguna parte de su cerebro.

 

En aquella línea en la que tendría que haber continuado sus apuntes de trabajo escribió presa de pánico: ¿Qué me ha pasado?¿Qué me está sucediendo? ¡No tienes fuerzas! ¿Qué te las quita? Un orfidal, un orfidal, o los que hagan falta, y a la cama. Dormir fuera de todo esta tensión, apartado del  mundo en el que hay angustia, al margen, muerto en vida. ¿No me es posible volver a la acción, ni siquiera a la acción intelectual? ¿No poder? ¿No querer?

 

Era un inútil, un incapaz, que tiene que pasar el día entreteniéndose para no angustiarse por su incapacidad. Un incapaz de salir de sus tableros, absolutamente agotado. ¿Qué futuro tenía? Se esforzaba en no pensar en el pasado. Pero el presente de ahora era un presente de mera espera, un compartimiento temporal estanco. Un pantano.

 

Nada de lo que le importaba le importaba. Nada de lo que proponía realizar merecía la pena el esfuerzo correspondiente. No proponerse realizar nada. El psiquiatra le dijo que tenía que tener paciencia. Que si ahora no podía más adelante sí. Más adelante. Paciencia. Orfidal, Prozac, Trileptal…. Y el protector estomacal y el ibuprofeno para los intensos  dolores de cabeza, las migrañas que decía el de cabecera. Esperar, sobrevivir. Como si eso no requiriese un esfuerzo: hacer como que estás vivo ante los tuyos, ante la gente, mientras tocas la materia inerte de ti mismo, que crece en tu interior hasta que un día te reduzca a una especie de estupidez peor que la muerte.

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