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javierdelgado

VERSE, VESTIRSE, VIVIR

VERSE, VESTIRSE, VIVIR

VESTIRSE

 

 

Ninguna de mis novias juveniles llevó nunca minifalda, y era la moda del  momento. Y pocas veces llevaron faldas. A mis novias no les veía las piernas. Como mucho estrictamente hasta las rodillas, pero no ese centímetro un poco más arriba que sugiere todo el placer de la pierna entera y más. Tampoco les veía el escote o los hombros, ni mucho menos eso que a mi alrededor oía llamar “el canalillo”.

 

Si hubiese sido por ellas, nunca me hubiera hecho una idea de qué cosa es. Vestían pantalones, sobre todo vaqueros, y amplias blusas ocultas sobre aún más amplios jerséis de cuello redondo y mangas más largas que sus brazos. Encima de todo aquello, una trenca indomable muy bien abrochada de abajo arriba y una gran bufanda ciñendo sus gargantas, a veces sus mentones y en casos desesperantes incluso sus bocas. La primera vez que les veía un poco más que  la cabeza, las manos, los antebrazos y algo de sus pies era ya entrado el verano. Lo siguiente ya era cuando las veía enteramente desnudas conmigo en la cama.

 

Aquello era encontrarse de pronto con una mujer semejante a la novia con la que recorrías mañanas, tardes y noches más de media ciudad sin enterarte de cómo eran sus cuerpos más debajo de la línea del cuello. Así que siempre hubo sorpresas, unas veces buenas y otras veces malas. A propósito: el tacto, en lo tocante a volúmenes y grosores corporales bajo las ropas, engaña mucho, sobre todo si se trata del tacto sobre la extraña consistencia de un sujetador. No hay forma de saber qué se guarda (o más bien cuánto) ahí dentro.

 

Pero a mí me gustaban las novias que tenía, y también el misterio latente (cuanto más latente – o sería latiente - mejor) de sus esperablemente bonitos cuerpos bajo esas amplias telas de camuflaje urbano, estudiantil.  Sus caras eran caras limpias, recién lavadas, con la sincera textura y el color sincero y el tacto de la piel sin trampa ni cartón. Tampoco me ofrecían rostros iluminados por la cosmética al uso. Y a mí me gustaban.

 

No cubiertas, ocultas, disfrazadas, claro está, sino luego, desnudas totalmente para hacer el amor. Los cuartos se iluminaban con el dulce fulgor de sus cuerpos expuestos con total confianza, entrega y picardía.  En el techo se movían nuestras sombras a la luz de sus pieles, y la fragancia de sus rincones más íntimos rivalizaba con la del mejor jardín. Eran buenas amantes y animaban a serlo. Con ellas aprendí a medir el tiempo del placer con medidas distintas a las de cualquier otro tiempo. Y a escuchar el silencio de su deseo. Y a mirar a una mujer con los ojos de los cojones del alma para que leyeran en ellos toda mi dicha y mi desdicha. Eso, y mucho más, era el regalo de la desnudez.

 

Por eso, en esos años, no le daba importancia realmente a su forma de vestir. Me fijaba, claro está. ¡Cómo no iba a fijarme! Pero me hubiera sentido raro diciéndoles algo al respecto. Tan raro como si ellas hubiesen comentado algo sobre mi atuendo.

 

Lo que sí que importaba era el olor, y no sólo el olor corporal: pieles, cabellos, etc., sino también el olor de la ropa. Hay telas embriagadoras. Pero también las hay cuya agradable textura parece intentar ocultar un mal olor intrínseco a sus fibras o a los materiales que utilicen en su confección. Y eso no sólo sucede a veces con la ropa sin importancia, la que la mayoría llevamos a diario, sino que sucede frecuentemente con la ropa especial, la cara, con la que  hacen los vestidos que se llevan en las grandes ocasiones. Es increíble que así sea, y acaso explique los necesarios complementos de cosmética y perfumes con que hay que acompañarlos.

 

En el caso de mis novias, los olores eran de lo más natural, con el sencillo añadido de alguna colonia y un discreto desodorante. (Menos en un caso, en el que una de ellas cayó en la trampa de la publicidad tropicalizante y perdió lo mejor que tenía por aquellas zonas: un cálido y dulce perfume campestre del que, de ese sí, era imposible olvidarse. Ese verano prefirió ser otra y yo preferí dejarla ir por la penetrante senda de los exotismos, aunque sólo fueran, los suyos, olorosos). No digo que acostarse con una mujer no pueda impulsar deseos viajeros, llamadas a la aventura tipo safari y esas cosas. Pero para mí que conviene mucho más al amor el refugio en los tibios, y mejor aún, ardientes olores reconocibles, inmediatos.

 

A ninguna de mis novias juveniles les dio por otra moda que la que prosperaba en el ambiente antifranquista universitario. Eso no era excelente, desde luego, pero tampoco malo. ¡Nunca paseé con una novia subida a unos tacones de aguja! Ellas llevaban sus zapatos o botas “de correr”, fuertes, flexibles, contundentes, por si en cualquier momento del día los grises obligaban a salir pitando. Y eso era lo bonito de aquello: que se trataba una moda en cuanto al calzado perfectamente adaptada a la ocasión.

 

 De lo que no estoy tan seguro es de la conveniencia del resto de su vestuario. ¿Estaba pensado para camuflarse entre la multitud estudiantil o para hacer patente ante familiares y compañeros menos comprometidos que se militaba en una causa política; es decir, contradictoriamente, para identificarse como miembro de un grupo humano?¿O era el atuendo más indicado para limitar el daño de los golpes de las porras y las bolas de goma con los que se nos agradecían cada poco nuestras inquietudes políticas y nuestro deseo de expresarlas?

 

En aquellos años setenta podía saberse qué universitarios mantenían las actitudes de sus señores padres (incluso de sus abuelos) ante la vida y quiénes habían optado por enfrentarse a ella siguiendo criterios más o menos propios o personales. Y entre estos últimos (entonces no hubiéramos dicho: entre estos últimos y estas últimas), los había tendentes al hippismo, a lo marcial o guerrillero sudamericano, al uniforme que antes describí (apenas difería el de los chicos y el de las chicas) o sencillamente la forma de vestir más bien desastrosa de los grupos de inquilinos de un mismo piso, poco habituados a las tareas de lavandería y costura y bastante habituados (quizás desde su infancia pueblerina o proletaria) a esa zafiedad mal oliente que nunca supe cómo pudo, años después, ya en plena transición política, ya en plena “normalización” académica, invadir groseramente todos los ámbitos universitarios (fueron esos los tiempos de un mortal ecologismo anti desodorante y en general antihigiénico que no aprendía nada de las sutiles maniobras de supervivencia vegetal y animal que mejor hubieran hecho en estudiar ya que ansiaban defender flora y fauna (pero acaso no la humana más cercana).

 

Ahora que digo esto, recuerdo también que unos pocos años más tarde, apenas una media docena de años después, hacia 1986, al hilo de las protestas contra la permanencia de España en la OTAN o por lo menos coincidiendo con ellas, un gran número de jóvenes de más de treinta años sintieron la llamada de una identidad sexual distinta a la que les había identificado notablemente durante muchos años: surgieron gays y lesbianas en todas las organizaciones de izquierdas y en parte de las de derechas. Fue un fenómeno curioso: de pronto encontraban un motivo personal para la lucha social, un motivo de solidaridad con los marginados o discriminados por razón de su sexualidad y en ese motivo acabaron descubriéndose a sí mismos (y a sí mismas) con nuevos intereses y anhelos preteridos por culpa de represiones múltiples.

 

Se produjo aquello por los mismos días en los que conspicuos militantes de la izquierda radical propensa a la defensa de acciones violentas e incluso armadas fueron iluminados más o menos por grupos la luz del pacifismo, en una Pentecostés política un poco casera y sospechosa. En esos días, sonrisas, besos a mansalva, gestos suaves, voces susurrantes, comenzaron a dominar las reuniones: donde hubo viriles broncas y cundió el terciopelo amable y donde las broncas habían sido francamente femeninas se transformaron en una dulce comunión  de almas gemelas en busca de la matriz identificadora universal.

 

Todo eso tuvo repercusiones en la forma de vestir. La arruga era bella y las bellezas arrugadas emergían entre sus camaradas o ex camaradas como estrellas rutilantes de charlas (de café, de té y sobre todo de infusiones increíbles) en las que su experiencia valía el Potosí de un consejo dado en secreto y a poder ser entre abrazos y caricias mil. Porque ahora nos queríamos todos/as en el seno nutricio de una izquierda cuyos límites internos no debían ser tenidos en cuenta, salvo por lo que respecta al PSOE, voluntariamente marginado de aquella fiesta del reencuentro universal (más marginado cuanto más poderoso: los cargos del PSOE, públicos o no, comenzaron a vestir de una forma semejante a los del PP, parecían más mayores que nosotros y nuestra indumentaria apenas nos facilitaba el paso a las más ínfimas oficinas del poder local, tanto neo hippismo gastaban algunos/as).

 

Pero en general, mis novias juveniles siguieron vistiendo como lo hacían cuando eran jóvenes y además novias mías. Puedo asegurar que nuestras vidas habían tenido desarrollos más bien lejanos en el espacio y en todo lo demás, pero el caso es que si en alguna ocasión pude verlas constaté su fidelidad a una imagen personal que para sí hubieran querido (o no) muchísimos/as otros/as no sólo en lo relativo a la vestimenta sino sobre todo a su forma de pensar y de actuar.

 

Así que sigo sin saber cómo sería el cuerpo de aquellas chicas (hoy no tan chicas) si vistieran un poco más normales; quiero decir, con un poco más, diríamos, de generosidad: faldas (aunque sólo fueran hasta la rodilla), escotes, mangas cortas o sin mangas. Esas cosas.

 

Yo tampoco he cambiado en mi forma de vestir desde hace más de treinta años, así que cómo no las voy a comprender a esas mujeres habituadas a una imagen propia sin la que acaso su identidad pudiera peligrar seriamente. Su identidad mientras van vestidas. Cuando ahora se desnuden no tengo ni idea qué identidad tendrán (me refiero no sólo a la física, me importa especialmente la espiritual o intelectual o afectiva o todas ellas juntas o por separado). Sospecho que han cambiado mucho bajo sus mismas formas exteriores: telas, colores, larguras, hechuras. Supongo que si las viese un día desnudas podría verlas como cuando las veía entonces y además como puedan ser ahora y saber así cuánto han cambiado realmente de forma de ser. Es una suposición. Imagino que lo que me gustaría realmente no es plantearme su forma de vestir, ni de entonces ni de ahora, sino, sinceramente, volverlas a ver como las veía hace ya tantos años. Esos cuerpos magníficos de jóvenes novias mías, desnudas enamoradas enamorándome. ¡Qué cuerpos! ¡Qué tiempos!

 

 

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