OSCURO DESEO
Hubo un retrete cerrado y en él dos niños de once años. Hubo recreos dedicados a forzar a otro niño a darle abrazos y a besarle. Aquel niño forzado tenía la piel aceitosa, resbaladiza, sudorosa, de un tacto excitante, una piel morena, sedosa y perfumada. Su piel, entre las orejas y el nacimiento del pelo de la nuca, exhalaba un perfume caliente que salía del cuello de su camisa como el vapor de una vasija, un vapor que mareaba y que enturbiaba el ánimo.
Aquel niño de mirada baja y labios temblorosos se dejaba encerrar en el retrete, se dejaba decir esas cosas, se dejaba exigir los abrazos, los besos, los instantes de olor y calor conseguidos con amenazas. Y era la sumisión de aquel niño lo que atizaba la excitación de su raptor, torturador, amante desesperado. En la penosa soledad de aquel retrete, ante la loza exhibida de la taza, esos dos niños se abrazaban y besaban rodeados del ruido de las cataratas y los grifos, las risas, las carreras y los gritos de sus compañeros. Les llegaba el olor del agua en el cemento y del óxido en las tuberías, de la madera hinchada, del serrín disperso en el suelo, de colonias mezcladas, de un sin fin de olores familiares prendidos en camisas, jerséis, pantalones y batas, las ceras y los sebos en las botas, el sudor de los cuerpos en movimiento. Y había momentos de un silencio tan frío como las manos del niño que obedecía y abrazaba y besaba. Y él ardía de placer, enfebrecido con su propia energía concentrada en hacerse obedecer, hipnotizado por su propia capacidad de dominio, fuera de sí, dominado él mismo por sus propios arrebatos de violencia y deseo.
- ¡Abrázame!
Y el otro niño le abrazaba. Sentía sus brazos, tímidos, asustados, rodearle su cuello y se entregaba totalmente al mareíllo de aquel perfume del cuerpo caliente que se le abrazaba.
- ¡Bésame!
Y el otro niño acercaba su boca a su mejilla y le besaba. Sentía el aire ardiente de su respiración sobre la piel, intermitente quemazón, como un anuncio exaltante; y cuando el roce de los labios mezclaba calor, humedad y suavidad sobre su mejilla ¡cómo hubiera vuelto su cara y hubiera puesto sus labios en los de aquel niño que le obedecía!
Deseaba que aquel niño se atreviese a besarle la boca sin que él se lo exigiera ni ordenara. Por amor. Deseaba que aquel niño capaz de obedecerle por temor, le amara. Necesitaba un beso de amor de aquel niño. Se hubiera entregado enteramente a él si él besara su boca. Ése era su deseo ferviente, ésa la meta de aquellos encierros. Quería creer que aquel niño entraba con él en el retrete no por el imperio de su voz amenazante (nunca le amenazó con pegarle ni con nada concreto) sino por la de un amor que hubiera en su interior y que se atreviese a reconocer y a confesarle. Un amor que hubiera cambiado su vida en un instante.
Aquella obediencia insólita, ¿no era una excusa que aquel niño se daba para no reconocer la verdad de un amor capaz de llevarle a sus brazos?
Aquel niño le obedecía: le seguía, entraba tras él en el retrete, le abrazaba, le besaba las mejillas (¡nunca se atrevió a ordenarle aquel beso tan enloquecedoramente deseado!), pero todo lo hacía con los ojos bajos, por temor (¿a qué?), porque así se lo exigía cada vez que decidía ordenarle que acudiese a su encuentro al comienzo del recreo y entrase en el wáter y buscara el retrete con la puerta cerrada sin pestillo y entrase. ¡Aquellos minutos de espera¡ ¡El momento en el que percibía su tímido empuje al otro lado de la puerta! ¡Cuando veía, nada más abrir una rendija, su cara!
¿Estaba enamorado? ¿Cómo sabe un niño de once años si está enamorado de otro niño de su clase? Sabía del deseo, de la excitante comezón de un sentimiento corporal más y más dominante. Sabía del asedio intermitente del recuerdo del olor y la textura de la piel de aquel niño. Sabía de la extraña sensación de poder que le producía su obediencia: dar órdenes, ser obedecido, percibir la sumisión, la entrega. ¡A él, que se le hubiera entregado para siempre por un solo beso!
Si aquel niño bajaba los ojos, escuchaba la orden, la cumplía, le seguía, buscaba esa puerta, empujaba y entraba, ¿no era, seguro que no era porque quería, es decir, incluso porque le quería?
¡Qué pensaba ese niño que podía él hacerle! ¡O qué llegó a decirle, qué amenazas pronunció! Su exaltación, su fiebre, la intensidad con la que le mirara, el tono de su voz (pero hablaba en susurros), la forma de mover las manos ante su cara (¡esa cara tan absolutamente deseada!), ¿realmente le hacían temible?
- ¡Bésame!, le decía. ¡Si tú quieres! ¡Si lo estás deseando, que lo sé! ¡Venga, bésame!
Y el otro le abrazaba y le besaba. ¿Seguro que sin querer? ¿Seguro que sin quererle?
Lo cierto es que cuando dejó de ordenarle que acudiese tras él a los retretes no hubo nunca, ¡ni una vez!, una propuesta del otro que pudiese permitirle pensar que en aquellos abrazos y besos hubiese nada más que una inexplicable sumisión a sus órdenes.
Aquellas sesiones acabaron como comenzaron: sin ningún aviso, sin ningún razonamiento. No sabía si antes de la primera orden se había fijado en aquel niño. No volvió a pensar en él durante muchos años, nunca tuvo un encuentro, nunca medió ni una sola palabra. Dejó de existir para él.
Qué hubiese sucedido de haberle pedido por favor a ese niño que le besase o de haberse atrevido a poner sus labios, sus labios ardientes de anhelo y de deseo, sobre los labios de aquella otra boca. Cómo hubiese sido aquel año (su vida entera, después) compartiendo un dulce secreto, sabiéndose amado por aquel niño a quien tan violentamente amó y maltrató.
2 comentarios
john -
john -