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javierdelgado

LA MÚSICA DE LISZT, MI ABUELO MANUEL, LA INFANCIA, LOS RECUERDOS...

LA MÚSICA DE LISZT, MI ABUELO MANUEL, LA INFANCIA…

 

Acababa de comenzar el CD con el Concierto para piano y orquesta nº 1 en Mi bemol mayor de Franz Liszt: los metales, los primeros acordes poderosos del piano en el Allegro maestoso, el inmediato devenir de los fraseos del oboe y del piano, las cuerdas, ascensos y descensos, tutti de nuevo, notas como aldabonazos… y de nuevo la voz del piano sobre un fondo de cuerdas y maderas...lirismo, ensoñación…

 

Y entonces, a mi lado, en su sillón, a la derecha del mío, mi abuelo Manuel, fumando, leyendo, escuchando ese disco en su despacho, a puerta cerrada, él y yo solos inmersos en la música, unidos y ajenos, cercanos y alejados, una vez más los dos a la luz de su lámpara de pie, mi abuelo en su sillón, atento al libro que descansa en un gran atril, yo esforzándome por permanecer quieto en mi butaca, sin rascarme, sin toser, sin que se note mi respiración, entusiasmado y asustado al mismo tiempo mientras dura el concierto, la primera cara del disco. (Entre cara y cara, si mi abuelo consiente, podré ir al baño y volver, y él pondrá la segunda cara; si no, escogeré quedarme y aguantar o salir sabiendo que a la vuelta encontraré cerrada la puerta de su despacho, la música dentro, y habré de escucharla sentado en las baldosas del pasillo hasta que se pare el tocadiscos y pueda llamar y él me diga que pase y, si hay suerte, haya otro disco para escuchar sentado en mi sillón, muy quieto).

 

A mis once o doce años no podía parar quieto ni un minuto (mi otro abuelo, Fausto, el padre de mi padre, me daba una perra chica por cada minuto que aguantara sin hacer una mueca o dar un manotazo, un brinco, porque, literalmente, no podía parar quieto) salvo cuando mi abuelo Manuel me invitaba a escuchar música con él o, mejor dicho, me dejaba estar con él, no rechazaba esa posibilidad, permitía mi presencia en su despacho. En casa podía poner los discos antiguos en la gramola: pesados objetos que giraban a setenta y cinco revoluciones por minuto, acababan enseguida: escuchar un concierto llevaba mucho ajetreo de poner y quitar discos, nada comparable a la tranquila audición de los discos a treinta y tres revoluciones por minuto ¡en los que un concierto podía ocupar solamente una cara! (Aún no tenía permiso para usar el tocadiscos familiar y dependía para eso de mis hermanos mayores. Cada cosa tenía su momento, su iniciación, sus compromisos).

 

No sé por qué fue ayer el piano de Liszt el que evocó aquellas horas junto a  mi abuelo Manuel, el padre de mi madre, padre de nueve hijos él, abuelo ya de más de treinta nietos, jubilado entonces, entregado a sus lecturas, sus conciertos, sus muchísimos cigarrillos y puros cotidianos. Porque no me parece que fuese Liszt su músico más admirado (acaso sí de Antonia, su mujer, mi muy querida - ¡qué nieto no la quiso! - abuela, romántica  y vitalista, cariñosa y dulcificadora, también melómana: por esos años me regalaría una pequeña acuarela pintada por ella misma, en el que un pianista desmelenado toca un gran piano de cola negro como su esmoquin, a la blanquísima luz de un rayo de luna que ilumina fantasmagóricamente la estancia…).  En cualquier caso, fueron los primeros minutos de ese concierto los que me trajeron con una fuerza inesperada el recuerdo del olor del tabaco y la tensión con la que disfrutaba esas audiciones en el despacho de mi abuelo Manuel.

 

A veces él dejaba reposar su cabeza contra el respaldo del sillón, cerraba los ojos y fumaba sin abrir los párpados, exhalando el humo despacio, denso entre sus labios. Yo lo veía por el rabillo del ojo y percibía lo inefable, aquella misteriosa fuerza de la música en mi abuelo y en mí, deseaba llorar, mirar y ser mirado, abrazarme, ser abrazado, dar saltos al ritmo, vivir y expresar sin restricciones de ningún tipo la emoción del momento, compartir de una forma más visible y patente aquella experiencia. Pero aprendí (puede que se tratase, precisamente, de eso) a disfrutar de la música sin mover un dedo (y por supuesto, sin tararear): escucharla muy dentro, muy dentro de mí, destilada en sonido abstracto, sin imaginería y sin  movimiento.

 

Puede que se tratase precisamente de eso, porque por entonces mi abuelo Manuel me invitó algunas tardes a acompañarle a los conciertos de la Filarmónica. Mi abuela Antonia no podría ir con él, o iría yo con los dos, no estoy seguro. (Un verano, a mis once años, me llevarían con ellos a Zarauz, a ver por primera vez en mi vida el mar, el mar, las olas, las espumas de la marea de los mediodías contra el malecón, las nubes grises, el verde intenso de los montes cercanos…Imagino que tuvieron algo que ver en esa invitación mis recientes muchos meses en cama por una de aquellas enfermedades infantiles por las que me obligaban a pasar entre sábanas tantos meses, cada poco durante tantos años, al cuidado de mi tío Tomás, seguramente buen médico pero muy cenizo, siempre temiendo lo peor, pero ésa es otra historia). Sentado en la butaca del Teatro Principal “sabría estar” y no molestaría: ni mover la punta del pie, ni tamborilear con los dedos, ni cabecear, ni carraspear, ni respirar ruidosamente, todas esas cosas, y más, que pude ver que hacían señores y señoras a nuestro alrededor ¡incluso abanicarse!, a quienes mi abuelo lanzaba de tanto en tanto miradas cargadas de reproche antes de cerrar sus ojos definitivamente, abrumado, para no tener que seguir viendo esas desagradables muestras de mala educación (en la Alhambra de Granada, dirigiendo el admiradísimo, venerado Manuel de Falla un concierto, el maestro había parado el concierto, se había vuelto furioso al público y había lanzado un tremendo ¡chisssssst! hacia una pareja de señoras que hablaban ssin parar como si tal cosa).

 

Ayer, escuchando ese concierto de Liszt (en un cedé en el que caben tres conciertos enteros, en un aparato en el que puede haber hasta cinco cedés esperando su truno), la figura de mi abuelo Manuel se me hizo presente con la fuerza con la que sólo los afectos intensísimos pueden devolvernos los recuerdos. La música y mi abuelo, el silencio y mi abuelo, la quietud (tensa quietud) y mi abuelo, el secreto insondable de los adultos y mi abuelo.

 

¡Y cómo desée vivir unos instantes, de nuevo, uno de aquellos ratos en el despacho de mi abuelo Manuel, respirar su tabaco, percibir su presencia, participar (inmenso regalo) de la música, la música y su misterio! ¡Cómo le eché en falta! Cerré los ojos. Permanecí no sé cuanto tiempo escuchando en silencio, inmóvil, tenso. Mientras apretaba los párpados sentí cómo entraban los sonidos muy dentro de mí, cómo entraba una vez más la temblorosa lengua de la música en mi cuerpo, sable luminoso, dedo identificador, y cómo se abría paso rápidamente hasta un recinto secreto de mí mismo, laberinto inmenso cuya puerta invisible Liszt ha conseguido abrir, abrir, abrir de nuevo, una vez más, por favor, que siempre haya una vez más, aún sigue abierto, aún me duelen la música y mi abuelo Manuel unidos en la exacta clave de bóveda del pecho, aún me duelen música y recuerdos, me duelen y me hacen feliz.

 

 

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