ENCUENTRO. CUENTO TRISTE.
Estaba junto a él, era un decir: estaba en su sitio y el ocupaba un lugar a su lado, no es que ella hubiese hecho nada para estar junto a él. Estaban uno al lado del otro, pero eso solamente lo sabía él. Y no tenía ni la más pequeña pizca de valor hacerlo notar, para declararlo. Hubiera querido hacerlo, pero para eso hubiera tenido que haber hecho anteriormente muchas otras cosas en su vida, y no las había hecho, ni siquiera pensado ni deseado. Hubiera querido, en definitiva, ser otro en ese momento en el que su perfume le llegaba como una noticia de alguna de esas otras vidas que hubiera podido vivir. Si las hubiera vivido, aquella mujer acaso no estaría simplemente ocupando un lugar a su lado. Le miraría y estaría con él, desearía su compañía, compartiría con él la vivencia intensa de aquel instante. Y sería un instante sagrado.
No era un instante sagrado, ni siquiera un instante, al menos no para los dos. Para ella, en el curso completo de su vida ¿qué sería? Pudiera ser que no hubiese reparado ni en él ni en la calma del viento ni en la luz ya rendida de los últimos rayos de sol. Allá arriba, entre las nubes gruesas del verano, los colores variaban incesantemente. Aquí abajo acaso ella fuera ciega y nada supiera de las puestas de sol. O sorda, y los tenues sonidos del campo no le afectasen. Pero en la piel sí tendría la constancia del aire: su tibieza y su lentitud. Seguro que percibía el oscilar de los extremos de su melena, la rebeldía de unos cuantos cabellos azotando apaciblemente su frente. Su frente tan tersa. ¿Sería inteligente o enferma mental? El perfume que exhalaba su cuerpo a través de las ropas, ¿se lo habrían echado unas manos que la cuidan? ¿Lo elegiría ella? Aquella inmovilidad total, aquel echar raíces en el monte a esas horas cercanas al ocaso, a sus peligros reales y a sus miedos, ¿de qué podía ser señal?
Decidió preocuparse. Sería una forma de amarla sin que a él mismo se lo pareciera. Era natural, preocuparse por aquella mujer solitaria parada en medio del monte. Cualquiera lo haría. Se preocupó. Desde la breve distancia que los separaba se afanó en percibir el más mínimo vestigio de temor en ella, o desorientación, hambre, sed, alertas de lipotimia, síntomas de mareo. ¿Estaría enferma, gravemente enferma? Uniría sus destinos en una ofrenda sin límites: sería su acompañante, su enfermero, el albacea de sus últimas voluntades, testigo de su salir del mundo. Sufriría muchísimo. Pero ella jamás lo advertiría. No se permitiría ni un gesto de dolor, ni una mirada de desesperanza. Como un escudero velaría por su dama, él con esa mujer. Su enseña y su divisa, sus colores, el color de sus ojos. ¿Los tendría cerrados, para siempre cerrados? Inventaría un color de ojos para los ojos de la mujer. Verdes. Grandes. Rodeados de grandes ojeras malvas oscuras. Flores sobre una tumba. Dos tumbas. Dos tumbas sus ojos cerrados, pálidos párpados de quietud eterna. Dos pequeñas muertes sobre un ser vivo. Una mujer con los ojos muertos. Se sobresaltó.
Le pasaría una mano por delante de los ojos, esos ojos. Y si no reaccionaba, emplearía la voz. La voz más dulce que hubiera escuchado nunca esa mujer. Mentalmente, preparó su garganta para la primera frase, la decisiva. No esperaba que viese. ¡Y no estaría sorda! Este pensamiento le derrumbó. ¿También sería totalmente ajena a los sonidos del monte al atardecer? ¿Y si tampoco pusiera oler la lavanda, el romero, el tomillo, la suave humedad de las raíces lamidas por las últimas lluvias, la esencia de la tarde, su perfume inmediato y eterno? Estaba, pues, enamorándose de una mujer junto a la que sin ninguna duda sería totalmente infeliz. ¿O hay algún tipo de felicidad en la compañía de una mujer así?
De niño le regalaron un cachorro. ¡Con qué ilusión lo cogió entre sus brazos! ¡Nunca antes amó así! Con el perrillo en sus brazos amó la creación entera, con sus ballenas, caballos, pájaros, conejos y escarabajos. Cuando se dio cuenta de que aquel cachorro era cojo lo rechazó. ¡Le resultaba imposible mantenerlo cerca de sí! Lo rechazó violentamente. Odió a ese cachorro cuya cojera le hacía totalmente infeliz. Sus sueños: corriendo por los caminos con su perro, hechos trizas. Veía cojear al perro y sentía que su cojera se le adhería. Caminaba junto al animal cojeando. Dos cojos. Todas aquellas deseadas aventuras imposibles. Lo mató. Todavía era un rebujo, un globito hinchado tras hartarse de leche. Lo metió en un balde lleno de agua y se puso a hacer remolinos con el brazo. El perrillo aparecía y desaparecía en medio de aquel ojo de agua espumosa. Se le cansaba el brazo, y el perrillo aún vivía. Lo odió aún más por eso. ¡Encima estaba haciendo de él un asesino, un torturador! Lo sacó del balde. Temblaban tanto los dos que él también moriría después de aquello. Pero no quería morir. Lo que quería era deshacerse de aquel perro cojo que le condenaría para muchos años a una infelicidad no deseada. Lo que quería era un perro entero, un compañero de aventuras, un animal capaz. Vagando por la casa vio la nevera. No lo pensó dos veces: la abrió, metió al cachorro en el congelador y se tumbó en la cama. ¿Cómo pudo dormir la siesta? Despertó. Tardó en recordar sus últimos actos. Entonces abrió la nevera y sacó el cuerpo del perrillo. Estaba todo tieso. ¿Cuánto habría tardado en morir? Tenía en el cerebro a ese perro, acusándole. Lo tendría de por vida. ¡Capaz de una cosa así!
La mujer de al lado pareció estremecerse. ¿Había podido escuchar de alguna forma su relato? ¡Pues estaba bueno! ¡Ahora sí que no tendría nada, pero nada que hacer!
Lo mejor sería verificar su ceguera. Eso posibilitaría un plan. Un plan de ataque. ¿Por qué había pensado de ataque? La presencia de la mujer le incomodaba. ¿Ahí quieta, junto a él, sin querer hacer notar que sabía de su presencia, sin darle la gana de comunicarse en absoluto con él! ¡Pero yo puedo ser un magnífico amante!, le dijo sin palabras. Y pensó que le decía cosas bonitas, frases acertadas. Y que ella sonreía. La otra cara de la luna, eso era la cara de la mujer ahora. Inaccesible pero existente. Y en esa otra cara nacía una sonrisa en respuesta a sus palabras amorosas. Quería, necesitaba ver esa cara oculta al otro lado. En cualquier caso, le pasaría la mano por delante de los ojos, y a ver.
Así lo hizo. No hubo respuesta. Inmovilidad total. Dio tres pasos y se colocó ante ella moviendo los brazos ante su cara. ¡Y no vio a nadie allí! Al otro lado de sus manos no había ninguna mujer. Sólo el paisaje oscurecido del anochecer. ¿Había desaparecido en la penumbra del monte? Pero aún los últimos rayos del sol dejaban advertir las figuras más o menos lejanas de los árboles, las rocas, los matojos. Aún podía decirse: almendros, granito, lavanda. ¿Y la mujer? Entonces pensó que aquella mujer no había estado allí nunca. Y entonces, él mismo, ¿qué había hecho?, ¿dónde había estado? ¿Dónde estaba él?
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