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javierdelgado

MAÑANAS DE DOMINGO AÑOS SESENTA. CAPILLAS OSCURAS, GUÍAS DE ARTE. UN POCO DE EROTISMO INFANTIL

MAÑANAS DE DOMINGO AÑOS SESENTA. CAPILLAS OSCURAS, GUÍAS DE ARTE. UN POCO DE EROTISMO INFANTIL

 Así se veían algunas capillas de las mejores iglesias de Zaragoza en las mañanas de domingo de los años sesenta. Torralba y Abbad en sus guías contaban maravillosas visiones de artistas inspirados. Mi hermano Luis y yo mirábamos con ojos crédulos y animosos. Intentábamos ver y aprender. Cosas del final de la infancia.

Para Gonzalo Borrás.

Los domningos, temprano, salíamos mi hermano Luis y yo con una guía de arte de Zaragoza, la de Torralba o la de Abbad, y nos metíamos en la penumbra de los templos a intentar aprender algo sobre la forma de representar la realidad o lo que fuera en los altares barrocos o renacentistas o vaya usted a saber porque apenas se veía nada en esas iglesias, ni temprano ni ya má al medio día: unas pocas bombillas de pocos vatios (o watios, nunca lo supe ni lo sabré, la cosa es que eran pocos los de esas bombillas, por lo demás cubiertas de cagadas de moscas y a saber de qué otros insectos) apenas iluminaban desde alturas increíbles lo que hubiese a unos metros de nuestras juveniles y optimista narices.  

Entrábamos en los templos cuando en ellos estaban, fijas como estatuas, figuras femeninas (por las mantillas, por las faldas, por las medallas o rosarios que brillaban dulcemente sobre sus generosos pechos) de negro, de un negro viuda española de principios de los años sesenta, aún con el perfume de las camas abandonadas hacía poco. (O eso creíamos en nuestra inocencia: pudiera ser que aquellas sombras abultadas nunca hubieran dejado el calor de los bancos de madera ni el olor de las velas y la compañía semioculta de todo aquel monario y fueran los espectros de las noches y los días esperando a sus víctimas, nosotros, por ejemplo; esperando a volverse y de un abrazo reducirte a cualquiera sabía qué – a lo mejor deseábamos ese abrazo matinal de un cuerpo de mujer ya hecho aunque raramente derecho, a lo mejor deseábamos las grandes aventuras erótico-místicas de aquellas modestas brujas de iglesia más que pequeñas las aventuras de las guías de arte que llevábamos).

 El caso es que cuando entrábamos en aquellos templos perfumados por el dulzor de la muerte tranquila no nos atrevíamos a sacar las linternas de boy scouts que llevábamos en los bolsillos porque queríamos ver, queríamos ver, ¿entienden?: ¡QUERÍAMOS VER ARTE! precisamente en aquellas iglesias de Zaragoza en las que, según explicaban las guías aquellas podían admirarse tantas y tantas obras.  Pero quién saca una linterna en medio de una iglesia, quién la saca. Y menos aún las dos que llevábamos, cada cual la suya, para intentar ver algo.  Acercábamos las cabezas a las telarañas de las rejas metálicas de las capillas, cuya textura contrastaba con la de los suelos de madera que muchas veces ocultaba embaldosados generosos (eso lo supimos después de muchos años, como todo el mundo: cosas de las modas y del peso de la opinión de sacristanes omnipotentes – omnipotens, -is, de la tercera), esas verjas por las que a menudo ascendían figurillas paganas muy sonrientes y muy raras, al menos para estar allí puestas: eso era difícil de entender a los doce y a los catorce años, incluso a los trece y a los quince, sin que nadie te advirtiera nada concreto sobre grutescos y tal y tal. Así que con las cabezas rodeadas de arañas movedizas  y de faunos inmóviles dejábamos primero que los ojos se hicieran a la idea de que si veían algo lo verían a esa luz vacilante de la bombilla y, si había suerte, de alguna vela moribunda muy de agradecer.  

En la guía de arte mi hermano leía con su voz grave y su prosodia envolvente párrafos enteros llenos de palabras lejanas, imposibles, palabras encantadoras de oídos, sugerentes, palabras insólitas que caían en el cerebro como una leche alimenticia que mi organismo habría de digerir muy poco a poco pero que mi corazón amó desde aquellas primeras mañanas de búsquedas imposibles. Al otro lado de las verjas, altares, retablos, cuadros, telas, utensilios, símbolos, todo un mundo incluido en el mundo de otro mundo, y todos esos mundos allí, ante nosotros que queríamos ver. No veíamos mucho, pero a veces había alguna estatua, un relieve, algo en lo que la luz se mantenía redonda y voluminosa y entreveíamos piernas o brazos o senos o artilugios. Una mañana tuvimos ante nuestros ojos, iluminados fantasiosamente, los ojos en bandeja de un ser humano cuyos rasgos apenas distinguíamos pero que la guía señalaba sin duda ninguna como femenina y santa. Esos ojos también querían ver, ¡o vernos!, desde aquella pequeña bandeja de madera dorada sostenida por la mano de la misma santa que los había perdido en heroica defensa de su fe.

 Yo no sé si mi hermano, pero yo hubiese asaltado esas verjas o echándolas abajo me hubiese lanzado hacia esa figura femenina que me estaba esperando con sus ojos puestos en una bandeja y me hubiese abrazado a su cintura y apretado a sus pechos y le hubiese entregado mis mismísimos ojos para que mirara y viera, ¡milagro, al fin, también!, como mi rostro se acercaba rápidamente al suyo y luego mis labios se demoraban en sus labios santos y todo cobraba o recobraba un sentido sagrado y magnífico en el rincón de una pobre capilla oscurecida en la que sólo el recuerdo de otros sueños semejantes incitaban a un crío a enamorarse locamente de una deforme figura de señora con los ojos expuestos en una bandeja. La adolescencia tiene sus momentos sagrados y sus arrebatos y los míos sucedían en perfecto silencio y quietud aparente, mientras mi hermano leía lentamente los textos de las guías, en los que se contaban con muchas palabras muchas cosas que algún día, esa era nuestra fe, veríamos por fin iluminadas. Y ellas, las estatuas, los santos, santas, vírgenes y cristos de aquellas iglesias. ¿nos reconocerían?, ¿recordarían la voz grave y cadenciosa de mi hermano Luis y las preguntas mías en un agudo y torpe intento de saber más, de disfrutar más, de alargar más esos momentos que me atropellaban alma, vida y corazón? 

Salíamos al tiempo con los ojos cegados por la oscuridad y el sol del mediodía los cegaba dos veces. Las paredes de las casas ya olían a ladrillo caliente y en el aire volaban avisos de frituras dominicales, aperitivos multitudinarios, jaleo de vidrios y animadas voces. Con aquellos altares instalados en nuestras retinas hacíamos el camino de vuelta y veíamos la ciudad desperezarse poco antes de la hora de comer, todos recién planchados, los niños recién manchados, los gritos de rigor, algún sopapo, los hinchados paquetes de pasteles, el olor de los tebeos nuevos, en fin, todo el muestrario, incluidas las recién ensayadas sonrisas de urbanidad dudosa y los golpes rotundos de origen campesino en las espaldas del antiguo compañero de trabajo, los besos de mentira entre señoras, los ojos bajos de los niños aburridos y tensos.

Era domingo. Mañanas de domingo. De los años sesenta. En Zaragoza. Para no ser deportistas, mi hermano Luis y yo aún hacíamos bastante ejercicio esas mañanas artístico-culturales mientras quemábamos los últimos cartuchos de la infancia, las últimas horas libres de verdad de toda nuestra vida. Las vivíamos felices porque entonces aún no lo sabíamos. Ni eso ni otras cosas. Benditas guías de arte, benditas mañanas, benditas brujas y benditas imágenes entrevistas y amadas, visitadas y revisitadas porque a ver qué otra cosa podíamos hacer.    

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